El expresidente estadounidense Donald Trump debió presentarse ante una corte federal en Miami acusado de conspiración, obstrucción a la Justicia, retención dolosa de documentos de seguridad nacional, falsedades y violaciones de la ley de espionaje tras haberse llevado documentos clasificados de la Casa Blanca a su residencia particular en Palm Beach.

Trump fue dos veces absuelto en el proceso de impeachment. Si fuera declarado culpable de los 37 cargos que se le imputan, podrían corresponderle cientos de años de prisión, pero rara vez a los acusados federales se les imparte el máximo castigo posible. Los delitos federales tienen penas de hasta 20 años.

El juicio se realizará en Florida, un bastión republicano donde los antecedentes marcan que es muy complicado lograr condenas a dirigentes políticos. El proceso recayó en la jueza Aileen Cannon, quien había sido nombrada por Trump, pero la decisión estará a cargo de un jurado de 12 ciudadanos que deberán tener unanimidad en su sentencia. Hoy nada le impide a Trump seguir adelante con su carrera política y aprovechar sus crecientes problemas legales para acusar a fiscales demócratas de impulsarlos para perjudicar su imagen.

El expresidente ha dicho siempre que todo este caso se trata de una conspiración de la Justicia, confabulada con el gobierno de Joe Biden para sacarlo de carrera. Por el contrario, lo que está ocurriendo es la comprobación de que, en un Estado de Derecho, ni los presidentes que se consideran mesiánicos están por encima de la ley.

Durante su presidencia, Trump se comportó como un líder sin contrapesos y carente de respeto por los principios de las democracias liberales. Mientras sigue intentando mostrarse como víctima de un presunto sistema politizado, tratando de demostrar que ser popular lo sitúa por encima de la ley, la Justicia estadounidense no ceja en su empeño de castigar a quien haya incurrido en actos ilícitos, sin importar su condición o el grado de poder que haya alcanzado.