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Las infinitas máscaras del populismo

A la foto la difundió el Ministerio del Interior. Parece una selfie: todos sonríen mirando a cámara. Sergio Massa, ministro de Economía y candidato a presidente, le hace un lugarcito en la cabe...

A la foto la difundió el Ministerio del Interior. Parece una selfie: todos sonríen mirando a cámara. Sergio Massa, ministro de Economía y candidato a presidente, le hace un lugarcito en la cabecera de la mesa al desplazado Eduardo de Pedro, ministro del Interior y flamante jefe de campaña. Agustín Rossi, Jefe de Gabinete, quien completa la fórmula, sonríe detrás. La expresión de optimismo se repite en los gobernadores, al fondo. Gildo Insfrán, Gerardo Zamora y Juan Manzur, entre otros capos territoriales, parecen satisfechos: celebran el binomio presidencial que lograron imponer y escenifican la unidad del peronismo de cara a las elecciones.

Estaban desahuciados y ahora, con cambio de fórmula y nuevo nombre, se atreven a imaginar lo impensable: “Reconocimos que es un momento complejo y que hubo errores en nuestro gobierno, pero se viene un momento mucho mejor para la Argentina y el del peronismo es un modelo de desarrollo”, le dijo un gobernador a Maia Jastreblansky, quien cubrió el evento para este diario. Se tienen fe. Y Massa ni hablar.

Las sonrisas ocultan que el peronismo padece una crisis profunda. Además de Wado de Pedro, en esa foto los personajes más cercanos a Massa y a Rossi son Alicia Kirchner y Axel Kicilloff. Los tres proyectan la sombra omnipresente y amenazante de Cristina Kirchner, que es quien aún detenta el poder y los votos. Desde esta perspectiva, y tras haber acompañado durante veinte años la impostura K, estos gobernadores sonrientes han asumido la condición paradójica de rehenes voluntarios. Son gente de una derecha rancia, conservadora, que simuló abrazar una izquierda de cartón pintado. Pero lo mismo da. Esa mesa de campaña es la muestra viva de que a todos ellos las ideologías los tienen sin cuidado: apenas son medios para satisfacer el hambre de poder. No es raro entonces que el más famélico de todos ellos haya sido el elegido para jugar, por el conjunto, una carta desesperada.

Massa fue a buscar chapa de izquierdista arrimándose a Boudou. Para revestirse de lo que no es, el candidato apela no a un original, sino a un fake

Cuesta pensar en otro momento en que la desfachatez de los compañeros haya alcanzado estas alturas. La fórmula oficialista, que la vicepresidenta se vio obligada a aceptar, debería haber significado el acta de defunción del kirchnerismo. Si no fue así es por la tolerancia histórica de la opinión pública a la naturaleza camaleónica del peronismo y por la resistencia de un relato que ha calado hondo. Los Kirchner sedujeron a los jóvenes con la idea de una transformación revolucionaria, invitándolos a la gesta de romper las estructuras de los “poderes hegemónicos” para liberar al pueblo. Con dieciséis años en el gobierno sobre un total de veinte, hoy ese pueblo es mucho más pobre y dependiente. La candidatura de Massa –a la cual las distintas facciones del peronismo, por más desunidas que estén, se aferran como el náufrago al madero– solo se explica por una cosa: en lugar del cambio o la revolución, el negocio de todos ellos es mantener el status quo, la matriz corporativa de un Estado al que conciben como un botín. Ese es el “modelo de desarrollo” del que hablaba el gobernador tras aquel cónclave. Los Kirchner quisieron perfeccionarlo replicando a escala nacional lo que habían hecho en Santa Cruz. No pudieron.

La ideología de Cristina Kirchner no se verifica en los hechos: está concentrada en el relato. La candidatura de Massa, sin embargo, prueba que ella está dispuesta resquebrajar una vez más, aun de modo brutal, la coherencia interna de ese relato en beneficio del fin último (el poder). Lo curioso es que esa serie ininterrumpida de máscaras que los herederos de Perón se sacan y se ponen siempre los obliga a una torsión más. Esta semana Massa fue a buscar chapa de izquierdista revolucionario arrimándose a un viejo compañero de aventuras, Amado Boudou, aquel que casi se queda con la máquina de hacer billetes. Es el no va más del kirchnerismo: para revestirse de lo que no es, el candidato apela no a un original, sino a un fake.

El populismo de la vereda de enfrente pasa por un problema similar: otra careta que se cae. Vienen a acabar con “la casta”, pero no tienen paciencia y usufructúan los beneficios del poder antes de contar los votos. “Si vos querés ocupar una posición importante en el partido, te piden plata. Si querés sacarte una foto con Milei, te piden plata; si querés que haga una charla, hay un solo pedido: poné plata”, describió un miembro de la agrupación juvenil La Generación Libertaria. Las denuncias por “subastar” candidaturas se multiplicaron esta semana en La Libertad Avanza. Los líderes populistas no solo comparten la concepción de la política como un negocio, sino también el recurso de demonizar a un grupo “oligárquico” para erigirse en la personificación del bien, en los salvadores de la patria.

¿Cómo es posible que los vendedores de humo, que además incitan al odio, tengan un arrastre tan grande en nuestra sociedad? ¿Cómo puede ser que discursos alienados de personas que están visiblemente desequilibradas despierten semejante adhesión? ¿Qué grado de fanatismo hay que desarrollar para no ver lo que está frente a los ojos? Un sociólogo por aquí, por favor.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/las-infinitas-mascaras-del-populismo-nid08072023/

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