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Un milagro lleno de etiquetas

Una de las funciones intelectuales llamadas superiores, porque son características de la especie humana, es la de clasificar. No es privativa de las personas. A su modo, todos los otros seres comp...

Una de las funciones intelectuales llamadas superiores, porque son características de la especie humana, es la de clasificar. No es privativa de las personas. A su modo, todos los otros seres complejos, desde los misteriosos delfines hasta nuestros perros y gatos, son capaces de trazar clasificaciones muy rápidas y, por lo general, muy adecuadas a sus fines.

Petra, la perrita que adoptamos en agosto, tiene clarísimo que las dos gatas de la familia no clasifican como “presa”. En cambio, persigue a todo felino ajeno que aparezca a visitarnos. Como Petra no habla, ignoramos si la suya es una reacción instintiva ante ante los gatos que huyen, en comparación con nuestras gatas, que la sopapean con insolencia, o si reconoce cada grupo por otros rasgos.

Esta facultad para clasificar es fundamental. Ordenamos los elementos en la Tabla Periódica y evaluamos las funciones que pueden cumplir las palabras, de acuerdo a su clase. Organizamos las especies vivas y las rocas; las nubes y la arena; las obras musicales y los trastornos de personalidad. La lista sería interminable, y, vaya, deberíamos clasificar sus componentes, para más o menos orientarnos en su vastedad. Nos demos cuenta o no, enfrentaríamos un verdadero dilema para funcionar en el mundo, si clasificar no estuviera así de adherido a nuestra consciencia.

Lo hacemos tan naturalmente que incluso ignoramos en qué medida la percepción de la realidad y su clasificación se solapan. Por ejemplo, ahora, mientras tu vista recorre estas líneas estás viendo lenguaje, palabras, ideas, un texto. Es indudable que estos no son dibujitos. Pero si estuviera en oriya, la lengua oficial de Orissa, una provincia de la India, no tendrías de ninguna manera la misma impresión. El músico entrenado ve una sonata en esa partitura. El resto de nosotros la observa como un ícono de la música, pero nada más. Por eso creo que el conocimiento es también una forma de percepción.

Así que no, calma, no voy a proponer que esto de clasificar está mal porque es una forma de discriminar. Diré más: es, en efecto, una forma de discriminar. El hidrógeno tiene número atómico 1. No es lo mismo que el carbono, en cuyo núcleo hay seis protones y por eso lleva el número atómico 6. Por razones más que atendibles, el discriminar se ha hecho mala fama, pero deberíamos hacer las paces con esa palabra, porque las formas de vida más evolucionadas en este planeta se la pasan discriminando para subsistir. El olor de los alimentos, ni qué decir su sabor, nos vienen salvando la vida desde hace cientos de miles de años.

No obstante, como es usual con lo que brilla, esta capacidad nuestra para clasificar, innata e instantánea, también proyecta una sombra. No me refiero a los prejuicios, que son obviamente tenebrosos y, por eso, resultan tan difíciles de erradicar; habitan y se procrean en la oscuridad.

Me refiero a algo más sutil que nos ocurre por esto de clasificar todo el tiempo y sin pensar. Miraba el otro día el césped y, arriba, muda, la noche recién despierta. Todavía quedaba el resto de un crepúsculo que había sido incandescente. Entonces me pregunté qué estaba viendo en realidad. Una higuera y un ceibo jóvenes. Venus, que este año (no otro año, sino este) acaparará la escena celeste. El pasto humilde y el paciente rocío. Algunos pájaros apresurados y las estrellas, que empezaban a hacerse visibles. Etiquetas por todos lados. Daba miedo. La realidad y, superpuesta, una red de símbolos.

¿Porque qué había realmente ahí, delante de mis ojos? Era un humano sentado en la superficie de un planeta observando el universo. Pero solo veía rótulos. La clasificación inconsciente me ayudaba a no perder la razón ante esa inmensidad existencial, pero a la vez me impedía ponderar el carácter extraordinario de eso que, puestos a ordenar el mundo incontable, llamamos, a falta de una frase mejor, “mirar el atardecer”. Y que era en realidad todo un milagro.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/un-milagro-lleno-de-etiquetas-nid31052023/

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