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Un buen Estado, sin motosierra

En tiempos de “Estado presente” y de motosierra para ausentarlo, es oportuno que la sociedad argentina vuelva a sus cabales, reafirmando principios esenciales de la democracia liberal, único c...

En tiempos de “Estado presente” y de motosierra para ausentarlo, es oportuno que la sociedad argentina vuelva a sus cabales, reafirmando principios esenciales de la democracia liberal, único camino para salir de esta crisis.

El Estado es absolutamente necesario para establecer un orden jurídico y hacerlo respetar mediante poderes limitados por frenos y contrapesos. También debe brindar bienes públicos para evitar la natural propensión humana por aprovechar sin contribuir, también llamada “free riding”. Esto es, cuando no se puede excluir de su disfrute a quienes se hacen los distraídos y no pagan por utilizarlos.

Para que la población cumpla con sus obligaciones espontáneamente, incluso dar la vida por la Patria, se ha creado una mística acerca del Estado como ser omnisciente, honesto y justo, mas cercano a lo divino que a lo humano. Una suerte de una herramienta infalible ante “fallas” del mercado para lograr igualdad en una sociedad injusta, según predica el socialismo. Es el célebre apotegma del ex canciller alemán Willy Brandt (1913 -1922): “Tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”, pensado para Alemania, pero que en la Argentina, donde el populismo hace “imposible el mercado y necesario al Estado”, se convierte en profecía autocumplida para justificar su expansión sin límites. Y con la frase de Brandt comienza el problema.

El Estado no es un ser omnisciente, honesto y justo, ajeno a los intereses particulares, los errores de gestión y los abusos por corrupción. Esa visión angelical no se condice con la realidad. El Estado es el mejor arreglo institucional posible para ordenar la vida colectiva, aunque muy peligroso en su funcionamiento real, pues lo conforma gente con más carne que hueso, por políticos con más hambre que seso y por gestores que bien saben de eso.

Todas las mañanas, en cada ciudad argentina llegan a su trabajo miles de personas que se dispersan en múltiples oficinas, que, en apariencia, son todas iguales, con sus jefes, empleados, escritorios, archivos y computadoras. Sin embargo, existe una diferencia entre unas y otras. Las reparticiones públicas manejan fondos de partidas presupuestarias alimentadas por impuestos, tasas y contribuciones que “caen del cielo” y parecen infinitos. Además, se pueden gastar conforme a reglas fáciles de eludir con dictámenes torcidos o con expedientes perdidos.

La experiencia kirchnerista hace innecesario recurrir a ejemplos astractos de depredación burda e indisimulada: bolsos, fajos y conventos; cuadernos, arrepentidos y compungidos; Puerto Madero, Calafate y Seychelles; sobreprecios, tragamonedas y retornos; secretarios, asesores y choferes; subsidios, intermediarios y operadores

En las oficinas particulares, los ingresos dependen de la competencia, el mérito y el esfuerzo, de la calidad y el precio, de la buena venta y la mejor posventa. Nadie regala nada y cuando un solo peso se desvía, existe un dueño que pone el grito en el cielo porque sale de su bolsillo.

Santo Tomás aceptaría como prueba de la “inexistencia” del ente beatífico ocupando despachos de los tres poderes públicos, una verificación sencilla: cuando llega la noche, todos los empleados regresan a sus casas y las reparticiones quedan vacías. De noche, en el Estado no hay nadie.

Conforme a la ley de Joule, la energía eléctrica tiende a disiparse en calor cuanto más se extiende el medio conductor. De igual modo, cuando el Estado se expande a través de organigramas complejos, empresas, autarquías, fideicomisos y fondos especiales, los recursos colectivos se van perdiendo en el camino. En cada nuevo eslabón van quedando dineros consumidos en su propio funcionamiento. Y, como es bien sabido, cada gasto incurrido es ingreso para algún vecino. Nada se pierde, todo se transforma.

No hay solución perfecta para diseñar un Estado que genere más valor del que consume, pues sus mecanismos internos siempre estarán afectados por la política, por intereses personales, por la ausencia de dueño y por expertos en mercados regulados. En el Estado también funciona el mercado, como lo enseña el manual kirchnerista.

Muchas veces se intentó modificar la naturaleza humana para lograr un Estado perfecto, que funcionase de acuerdo a los planes oficiales. Stalin envió a Siberia a los kulaks por provocar hambrunas (1929); Fidel Castro mandó al paredón cuando fracasó su mayor zafra de azúcar (1970). Mao quitó a niños de sus familias durante la Revolución Cultural (1966) para criarlos en valores solidarios. También utilizó el electroshock y los trabajos forzados para cambiar a los más remisos.

Un Estado desquiciado, que agobia a la sociedad con inflación, deuda e impuestos, está solo “presente” como ironía macabra cuando los salarios no alcanzan, la inseguridad se expande, las escuelas están maltrechas y los hospitales no dan turnos. Ahí se lo recuerda con groseros improperios

No es posible crear “hombres nuevos”, por más que se predique o se castigue. Los países serios construyen durante años un capital social para convivir bajo reglas estables y respetadas, con lazos de confianza recíproca, que son los mejores sustitutos del “hombre nuevo” en este valle de lágrimas. Cuando la honradez y la educación son los pilares sociales, el Estado puede asumir funciones más alejadas de sus prestaciones esenciales y las pérdidas de riqueza por “disipación” serán menores que los groseros quebrantos que sufren los populismos “nac&pop”.

La experiencia kirchnerista hace innecesario recurrir a ejemplos abstractos de depredación burda e indisimulada: bolsos, fajos y conventos; cuadernos, arrepentidos y compungidos; cajas, cofres y baúles; Puerto Madero, Calafate y Seychelles; sobreprecios, tragamonedas y retornos; secretarios, asesores y choferes; subsidios, intermediarios y operadores. Y ahora, la sentencia en el caso YPF, que condena al Estado Nacional a abonar 16,000 millones de dólares a un oscuro fondo buitre, detrás del cual la jueza federal de Nueva York encontró a la familia Eskenazi. Todo ello gracias a las gestiones del exprocurador Carlos Zannini, de Axel Kicillof y, por supuesto, de Néstor Kirchner, cuya sombra aún se proyecta sobre ese gigantesco fraude a las arcas públicas, epítome de inclusión progresista vía Crédit Suisse.

Un Estado desquiciado, que agobia a la sociedad con inflación, deuda e impuestos está solo “presente” como ironía macabra cuando los salarios no alcanzan, la inseguridad se expande, las escuelas están maltrechas y los hospitales no dan turnos. Ahí se lo recuerda con interjecciones impropias para esta columna editorial. En el sector privado, su “presencia” implica cepo cambiario, falta de insumos y repuestos, presión fiscal y controles de precios, que también motivan groseros improperios.

La mentirosa exaltación de lo público en los últimos 20 años tuvo por objeto lograr votos ingenuos o resentidos, a pesar de ser una oferta vacía, con inauguraciones ficticias y palabras huecas transmitidas en cadena, mientras lo público se hacía privado mediante esquemas de corrupción. Ello creó una grave asimetría entre derechos adquiridos y capacidad para satisfacerlos, base de la perversa campaña de miedo presagiando su pérdida si ganase la oposición.

La emisión monetaria y la deuda se desbordan para asegurar cajas y canonjías. Traspasado ese umbral, el Estado se convierte en la cueva de Alí Babá y sus 40 mil militantes

El buen Estado solo es viable cuando su estructura de compulsión no es malversada para desviar recursos, emplear militantes o crear mercados cautivos. El buen Estado debe tener una dimensión proporcional a la productividad de su economía y a su capacidad de administrar recursos conforme a la ley, sin subastarlos en el mercado de la política. Ese criterio establece un límite a su dimensión, sin desnaturalizarlo. Más allá de ese perímetro virtual, el Estado se privatiza y cuando muchos toman, la mayoría pierde. Los impuestos pierden legitimidad al gastarse fondos según las conveniencias políticas y no del conjunto, como los “planes platita”. La emisión monetaria y la deuda se desbordan, para asegurar cajas y canonjías. Hasta aquella frontera de equilibrio el Estado puede funcionar como república liberal, pero traspasado ese umbral se convierte en la cueva de Ali Babá y sus 40 mil militantes.

En la actual coyuntura se requiere una gesta colectiva para recuperarlo para el bien común, aligerado de cargas intolerables, liberado de estructuras redundantes, emancipado de presiones corporativas y fortalecido para sus fines constitucionales.

En ese caso, tendremos un Estado respetado, dimensionado en función de lo que pueda sostener el esfuerzo colectivo, sin sobrecoger como un ogro filantrópico ni requerir una motosierra para despiezarlo.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/editoriales/un-buen-estado-sin-motosierra-nid17092023/

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