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Teatro. Ricardo Bartís apunta sobre la escena oficial y la burocracia del Cervantes

Como una gran parte de las producciones que se pueden ver por estos meses, ...

Como una gran parte de las producciones que se pueden ver por estos meses, La gesta heroica es un proyecto no exento de dilaciones y giros a causa de la pandemia. Firme en sus presupuestos estéticos, las idas y vueltas antes de su estreno fueron generando, en su creador, Ricardo Bartís, el temor o la sensación de que jamás llegaría a ver la luz. “Pasamos por el cambio de un actor y dilaciones de diverso tipo –le cuenta a LA NACION el director–. Esta obra fue una coproducción que originariamente hicimos en la gestión de Alejandro Tantanián del Teatro Nacional Cervantes y que, luego, con los cambios directivos, pasamos a estar lejos en la cola de estrenos. Tanto que pensábamos que jamás sucedería. Nuestra idea originaria era estrenarla en este teatro y luego pasar al Sportivo, nuestra propia sala en el barrio de Palermo. Pero tanto tiempo y cosas han sucedido que ni siquiera tenemos la sala ya”, cuenta un Bartís un tanto taciturno, que cuando habla del espectáculo en sí se llena de pasión y entusiasmo, pero que a la hora de relatar todas esas dilaciones y situaciones del propio teatro, el único que administra el Gobierno nacional en la ciudad de Buenos Aires, se vuelve más oscuro y cansado. “No es grave, por supuesto –dice con claridad–, lo que nos pasa. Grave es morirse de hambre. Pero acá uno siente que no termina de haber pertenencia, que las cosas son tan burocráticas que acaban por despersonalizar el tránsito por el espacio y uno no termina de sentirse parte. Uno siempre cree que estos lugares son un privilegio, pero cuando los vive y habita empieza a padecer los problemas que pueden traer”. Se refiere en parte a los problemas sindicales que en este momento afectan al Cervantes por diversos reclamos laborales de sus trabajadores que invaden gran parte de la ficción que sobre esa sala se monta, pero también a las lógicas de funcionamiento cotidiano que hacen que un teatro público funcione de una manera tan diferente a lo que es una sala independiente.

La gesta heroica, como suelen ser las producciones de este creador, está centrada en la intensidad de las actuaciones, en un juego con cierta zona del costumbrismo teatral local y en una elaboración, profundamente desplazada en su metáfora, de una mirada muy crítica sobre el país. Desde aquellas producciones emblemáticas tales como Hamlet o la guerra de los teatros o El pecado que no se puede nombrar, entre muchas otras, el teatro de Bartís se ubicó en el centro de la escena porteña, siendo uno de los grandes representantes, a nivel internacional, de nuestro teatro. Maestro de actores y hacedor de una poética interpretativa y dramatúrgica única, nunca exento de polémicas, ha hecho del teatro una práctica poética y, por qué no decirlo, un espacio de resistencia, en el que la propia posesión de un teatro –el Sportivo Teatral, sobre la calle Thames del hoy gentrificado barrio de Palermo– garantizaba el desarrollo de ese estilo. Es una incógnita hoy saber qué sucederá con este creador que por su metodología de trabajo no encaja del todo bien en los tiempos propios de los teatros oficiales ni en las lógicas de producción más estandarizadas del modelo de producción independiente. Y es por eso por lo que no deja de ser muy significativa que esta producción ponga en escena a este hombre repartiendo su reino, un parque de diversiones llamado La gesta heroica, que en su nombre mismo parece evocar un tiempo ya perdido y que por su edad se ve obligado a legarlo a su descendencia, aunque se ve en ellos, los hijos, una clara incapacidad de llevar adelante a ese proyecto, no solamente por sus condiciones individuales y su tremenda historia familiar, sino también porque ese proyecto, que viene del pasado, parece bollar en la búsqueda de un dueño que no aparecerá ya que no hay quien esté en condiciones de heredarlo. Eso sí, hay que señalar: si el parque de diversiones La gesta heroica es el sueño de un individuo, el Sportivo Teatral, hoy vendido y en proceso de transformarse en otra cosa, era más bien un mito colectivo alrededor del que se tejieron, como en todo mito, gran cantidad de relatos, no carentes de épica algunos de ellos. “Yo no quise hacer de la venta un gesto. No quise que se convirtiera en discurso. El Sportivo fue un sueño que acuñamos durante mucho tiempo y que se convirtió en un refugio, en un espacio donde desarrollar toda nuestra creatividad y del que muchos supieron cómo apropiarse. Pero ya hacía un tiempo, venía sintiendo que algo de eso se había modificado de manera indeclinable. Y ya no me gustaba. Sostenerlo se estaba volviendo imposible, y para sostenerlo habíamos tenido que abrirlo a ciertas prácticas que no eran las habituales del Sportivo. Entonces me pregunté para qué seguir, si tenía sentido seguir haciendo el esfuerzo. No fue fácil la decisión de venderlo porque muchas personas vivíamos del Sportivo, pero ya era una maquinaria que nos traía contadores, abogados, ticketeras. Cosas todas que no tuvieron que ver su espíritu inicial. Y ni qué decir del barrio, que ya no era el que supo ser cuando nos instalamos allí y prácticamente no había nada”, confiesa Bartís a LA NACION.

–Se comprende perfectamente que las condiciones hayan cambiado, pero no por eso deja de ser muy significativo que la obra tematice, sirviéndose de Rey Lear, de William Shakespeare, del traspaso de un reino a la generación siguiente. ¿Cómo fue el vínculo con el texto original en el armado de esta propuesta?

–Lear es una excusa. Uno necesita de una excusa para entusiasmarse y para tener a alguien detrás para que saque la cara por uno si llegara a haber problemas. Es una simbología, una mitología, una creencia de estar tocando un mito, un elemento poderoso, potente. En el caso de Lear la broma nuestra era que la obra es mala. Es tan arbitraria, tan forzado el certamen declarativo amoroso que demanda el Rey en las primeras páginas, haciendo ese lío tremendo que arma; escucha las declaraciones amorosas de sus hijas que son totalmente inverosímiles… Entonces Lear también nos presentaba la esfera de la estructura familiar que nos llevaba a una zona más costumbrista y que la volvía factible, no a la obra en sí sino a los temas que se desprenden de ella: la herencia como una forma de sujeción, el modo de volver deudor al que hereda, un padre autoritario y tonto en su aferramiento a ese pequeño mito, que, como decís, tiene mucho que ver con el Sportivo. En La gesta heroica no se trata de aferrarse al poder, ya que en este caso no hay poder. Lear sí se aferra al poder institucionalizado, acá no.

–¿Y por qué ubicarla en Santa Teresita?

–Me interesaba mucho hablar del tema de los cuerpos que aparecieron en Santa Teresita, hablar de una herida que sufre la Argentina en su conjunto en relación con una experiencia lateral sobre el horror. Y digo lateral porque no son militantes, no son exiliados, no están muertos. A mí me interesaba más pensar sobre lo que le ha pasado al conjunto de la Argentina, a una humanidad desfalleciente ante lo que fue la experiencia de la dictadura, pero sin protagonismos. No nos morimos, no somos militantes, no nos fuimos al exilio, y sin embargo padecemos. Entonces Santa Teresita nos servía como una mitología territorial con lo de la aparición de esos cuerpos, pero también como un lugar que no era nada, que no era una ciudad, pero tampoco el desierto, que quedaba en un lugar medio indefinido. Y siempre supimos que nunca íbamos a poder montar el parque de diversiones, pero nos atraía mucho. Nos parecía una metáfora del país interesante y atractiva.

–Y ese parque de diversiones termina estando, en la ficción, en la sala de un teatro emblemático como la sala principal del Cervantes, en su patio de butacas.

–Siempre la idea fue hacerla dónde la estamos haciendo y en la posición en la que la hacemos. No es la primera vez que monto algo así en esta sala. Lo hice anteriormente con una versión de Muñeca. La única diferencia ahora es que como la pensábamos estrenar acá y luego volver al Sportivo, la escenografía es una réplica espacial de la sala del medio que teníamos en Palermo. Y el hecho de poner la obra de espaldas a esa sala monumental, y con un peso protocolar, formal e institucional enorme no es casual, hay cierto juego irónico sobre ese darle la espalda, aunque con respeto. Nosotros no podemos hacer un teatro grandilocuente. Estamos obligados a trabajar de una manera menor, por el tipo de expresividad que manejamos. Nosotros necesitamos que la actuación se vea cercana, que veas el brillo de los ojos.

–Y en ningún momento, ante un proceso tan largo y complejo, ¿pensaron en abandonarlo?

–Yo tenía una mirada muy negativa sobre lo que iba a suceder. Cuando comenzó la pandemia pensaba que se había acabado definitivamente la posibilidad de hacer teatro. Superar el signo brutal de la gente con barbijo, la imposibilitada de tocarse era algo que no nos iba a permitir volver. Pero luego, cuando la cosa se fue abriendo y retomamos los ensayos, tuvimos la sensación de tener entre manos un espectáculo importante, que nos resonaba en muchos aspectos. La idea de una locura dirigencial avanzando, de que ya no se trataba de ideología sino de una perturbación de índole psicológica y que era posible cualquier cosa nos resultaba más que convocante. El personaje del padre funciona en esa dirección, en esa resonancia. Sentimos desde el principio que no debíamos claudicar, por más que todo indicaba que iba a ser imposible lograrlo.

–La venta del teatro propio debe haber colaborado mucho con esa sensación y cierta idea de fracaso.

–No lo diría en esos términos ya que había en mi un cuestionamiento de la propia mitología. Yo ya estaba harto de dar clases y se había debilitado mucho el perfil de lenguaje. Hay, a mi entender, un decaimiento general del lenguaje escénico en Buenos Aires y ya no es necesario sostener ese espacio que, a su vez, se había burocratizado. Cada vez era más ostensible nuestro desencuentro con el mundo actual. El Sportivo nunca había salido en cartelera, no estábamos en las redes, el público que venía ya era público más producto de la moda, el barrio se puso ruidoso. Ya estaba presente la idea de abandonar esto antes de hundirnos como el Titanic. Entonces la combinación de todo eso más las deudas que adquirimos a causa de la pandemia y de la imposibilidad de que la sala siguiera produciendo hizo que decidiéramos venderla.

–Pero su venta fue llamativamente silenciosa, teniendo en cuenta el valor simbólico de ese lugar.

–Yo no quería mitologizar el cierre, convertirlo en discurso. Las personas más cercanas estaban muy tristes, tuvieron que hacer una especie de duelo. Yo me fui a la costa y de hecho no participé del desarme, que también fue muy triste por la cantidad de cosas que hubo que movilizar, cuadros, libros, muebles. Fue muy doloroso para todos.

–¿Cómo sigue tu carrera de ahora en más? ¿Te imaginás trabajando con los tiempos que ofrece una sala oficial o con las condiciones de una típica producción independiente?

–Es demoledora la pregunta, pero la tomo. Yo creo que me estoy retirando. Siempre tuve dificultades para integrarme a la cultura teatral, dicho esto de manera simpática y juguetona. Siempre estuve en contra, cosa que hoy puedo decir que no está tan buena. Porque muchas veces estaba acompañada de una cuota de resentimiento, no era algo meramente divertido o provocador. Tenía una suerte de reclamo. Y a eso colaboraba mucho el hecho de tener el espacio propio. Yo sentía que el Estado no me ayudaba nunca y que todo me costaba muchísimo y que el aporte que se hacía no terminaba de tener una traducción en la sostenibilidad. Pero también es cierto que de esa manera me permitía trabajar con actores no profesionales sino con alumnos formados allí y que eso era una decisión mucho más interesante para mí. Porque eso colaboraba con el hecho de tener una experiencia más que con la de hacer un espectáculo. Terminar de ensayar o la función y tomar café, jugar al ping-pong, ser dueños de un lugar que nos acogía y no nos expulsaba. Cuando me fui de Buenos Aires sentí que no volvía más, que no iba a dirigir. Que ya no tenía mucho sentido para mí la experiencia. Después cuando pasó un tiempo y empecé a extrañar y más aun cuando empezamos a ensayar sentí que había todavía algo muy vivo y muy intenso, pero que siempre se produjo desde el espacio. El espacio lo facilitaba: funcionaba como un campo protector muy fuerte. Siempre me ha costado mucho adecuarme a otras condiciones. Ahora, por ejemplo, cuando nos echan de la sala los acomodadores yo no lo puedo creer. Me digo y les digo que si la gente vino hasta acá no la podemos echar al final porque hay que cerrar, para mí hay ahí cierta ritualización que me cuesta entregar. O, por ejemplo, tener que pedir por nota que levanten una tasita de una mesa. Actos protocolares que te hacen sentir como un inquilino y que no terminás nunca de pertenecer. En el Sportivo éramos nosotros en un lugar mitologizado y estábamos fusionados. Por eso concuerdo con lo que decís. No tengo la certeza de si voy por seguir. Tampoco debo olvidarme, en esta reflexión, los profundos cambios que la pandemia ha generado. Ella generó algo mucho más cercano a lo inmediato y no tanto a proyectos a mediano o largo plazo, que son los que a mi me movilizan. A mi entender ha generado un enorme problema en términos de lenguaje. Primero ha producido un sentimiento doloroso sobre la experiencia de la muerte que antes era un reducto de lo teatral y que era obviamente una especie de campo muy fructífero para poder pensar sobre la muerte. De repente eso se convirtió en algo de lo real. Y creo firmemente que esa experiencia se ha internalizado en nosotros y no se va a ir. Y he visto cómo ha retrocedido el teatro que yo hago o impulsé junto a un sector de gente. De vuelta hay una gran preeminencia de un teatro de texto y de imágenes. Además yo venía viendo en el Sportivo algo que me angustiaba mucho y era que la gente se comportaba más como turista. Gente que no conocía y decía que se había formado conmigo. Había estado en mis cursos, pero un par de meses apenas y ya se sentían con derecho a decir que se habían formado conmigo ¿Qué significa formarse con alguien? Creo que se atemperó mucho la sensación de que hubiera adhesiones emocionales a los lenguajes. Hoy la gente va un ratito a muy diferentes lugares y no termina de pertenecer a ninguno. Por eso hablo de un turismo en la práctica artística que no me representa. Y también me pasa que tengo una concepción muy crítica del teatro que se hace. En Buenos Aires no se debilitó tanto el terreno de la actuación, que sigue siendo poderosa, sorprendente, pero sí el de la dirección. Yo creo que le hizo muy mal a nuestro teatro esa generalización de dirigir las propias experiencias literarias. También, y en esto el Sportivo es responsable, se generó la idea de que la propia potencia de la actuación ya bastaba en sí misma para constituir el hecho teatral y que el relato se volvía algo periférico.

–Por todo lo dicho hay una sensación de cierto desencanto con el rumbo de la sociedad en el presente

–Reivindico en la escena el dolor, así como reivindico la alegría y la violencia. Siempre pensé que era un error gravísimo defendernos del dolor con un resaltar lo edulcorado, una suerte de efecto tanguero de la emoción que desde mi punto de vista lo tornaba falso, ingenuo. Para mí siempre fue necesario encontrar una forma de hablar de cierta experiencia con el dolor que la sociedad argentina tiene, por la cantidad de veces que nos han lastimado. Pero de algún modo nos hemos ido acostumbrando a que nos agredan, ya sea desde los medios de comunicación o desde los lugares de poder.

–¿Todo eso podría estar alentando la idea del retiro?

–No puedo dejar de sentir que dicho de ese modo hay una cierta exageración, como si el hecho de que yo me retirara fuera importante. Pero es cierto que desde hace un tiempo vengo sintiendo algo extraño. Ahora por ejemplo que he estrenado La gesta heroica mucha gente me saluda y me dice “qué suerte que volviste”. Cada vez que lo escucho me produce cierta sensación extraña, que es parecida a la que sentía cuando estando en la costa empezaba a venir gente a visitarme que yo no conocía tanto. Fue tanta la extrañeza que en cierto momento empecé a bromear con la idea de que parecía Perón en Puerta de Hierro. No lo sé. Ojalá me pase que me entusiasme con la gente más joven, con los espectáculos que empiezan a aparecer, con lenguajes muy vivaces y auténticos por el margen. Otras formas de producir, con otros encuadres y con una voluntad expresiva liberadora y potente, que no represente, que no tenga acuerdos económicos, que no esté preocupada por el éxito. Ahí las redes y la necesidad de auto referencialidad han hecho mucho daño. No porque esté mal, pero me parece que a veces hay excesiva preocupación en existir para los demás y que eso trivializa mucho la experiencia. Antes el teatro, pese a ser una experiencia laica, tenía cierta religiosidad. Tenía algo personal, no biográfico, que estaba en juego. Creo que en algún punto lo que pasa es que el teatro se atonta porque no tiene contracara, la política, la que se ha vuelto tan teatral e inverosímil que lo dejó vacío.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/espectaculos/teatro/teatro-ricardo-bartis-apunta-sobre-la-escena-oficial-y-la-burocracia-del-cervantes-nid19052023/

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