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No hay átomos sueltos en la familia humana

Katy no le gustan las flores. No le gustan nada. Camina a paso sostenido por las calles de Nueva York, sonríe, transmite una calidez alegre, que un poco desmiente el origen de su aversión....

Katy no le gustan las flores. No le gustan nada. Camina a paso sostenido por las calles de Nueva York, sonríe, transmite una calidez alegre, que un poco desmiente el origen de su aversión.

Las flores no le gustan porque le recuerdan lo insoportablemente bella y efímera que es la vida. “Somos hermosos y luego somos enviados a la basura”, dice y sigue con otra cosa, demasiado vital como para quedar enredada en ese pensamiento.

Todo esto ocurre en apenas un pasaje –incluso diría un pasaje lateral– de Las fronteras se movían, documental (¿o road movie?) que la realizadora Marina Belaustegui Keller presentó a comienzos de este mes en el Festival Internacional de Documentales de Buenos Aires (Fidba). Katy es una familiar que Marina conoció muy tardíamente; de hecho, el documental registra el momento en que, ya adultas, ambas se encuentran por primera vez. Y la frase, pronunciada como quien no quiere la cosa, resume lo que podría ser el subtexto de la película: esto que atravesamos es terrible y extrañamente hermoso, incomprensible y efímero, tanto como los lazos que nos unen los unos con los otros.

“¿Dónde nació el abuelo?” es la pregunta que, cuenta la realizadora, gobernó su infancia, y por la que nunca obtuvo una respuesta demasiado concreta. “Las fronteras se movían”, le decía la madre, para justificar ese hueco fundante: ¿de dónde venía Iván Keller? ¿De Alemania, de Hungría, de qué zona de una Europa que, entre principios y mediados del siglo XX, sufrió bastante más que de fronteras movedizas?

Belaustegui Keller es argentina, estudió cine en Nueva York, se dedicó a la publicidad y, como se intuye al ver el documental, nunca le escapó a los viajes ni a las búsquedas.

Por caso, la búsqueda del origen.

En el documental, Marina cuenta que tenía un abuelo materno, el abuelo Iván, que era algo así como un misterio andante. Buen mozo, fascinante, un maestro en el arte de esfumarse, salir de escena, desaparecer y reaparecer sin perder magnetismo ni encanto.

“¿Dónde nació el abuelo?” es la pregunta que, cuenta la realizadora, gobernó su infancia, y por la que nunca obtuvo una respuesta demasiado concreta. “Las fronteras se movían”, le decía la madre, para justificar ese hueco fundante: ¿de dónde venía Iván Keller? ¿De Alemania, de Hungría, de qué zona de una Europa que, entre principios y mediados del siglo XX, sufrió bastante más que de fronteras movedizas?

El documental cuenta el intento de resolución del enigma.

Sostenida por el recuerdo de su madre, la realizadora emprende una pesquisa que la lleva a descubrir que su abuelo había tenido un hermano, y ese hermano había tenido una hija: Katy (y que ambas habían vivido, sin conocerse, en la misma ciudad, en la época en que Marina estudiaba en la New York University).

También descubre que su abuelo no había nacido ni en Alemania ni en Hungría, sino en una pequeña ciudad de Transilvania, en Rumania. Iván era judío –otro descubrimiento– y buena parte de su familia había muerto en Auschwitz.

“Nosotros no caemos del cielo, crecemos en un árbol genealógico”, escribió Nancy Huston en Bad Girl, una enorme y delicada novela que indaga en las heridas y los dones que nutren toda saga familiar. En su película, Marina Belaustegui Keller va trazando –de manera literal, con papel, marcador y pulso consciente– las ramas, hojas y nombres de un árbol que no sabía tan incompleto.

O quizás sí. En algún momento de la película, la autora hace referencia al ruido que hacen ciertos silencios, el modo en que los secretos familiares, quiérase o no, se transmiten.

“¿Dónde nació el abuelo?” La niña que preguntaba eso una y otra vez había escuchado, en la reverberación del silencio, algo que debía ser dicho.

En Nueva York, Marina camina detrás de Katy y en los movimientos de la prima recién descubierta encuentra los gestos de su madre.

En Transilvania, visita la casa de Samuel Keller, padre de su abuelo. Y se deja abrazar por la sombra de un roble de 500 años.

Marina completa el álbum familiar y el acto de hacerlo es íntimo, profundo, atávico. ¿Qué nos lleva a indagar, una y otra vez, en las huellas del origen? No hay átomos sueltos en la familia humana, y en eso, también, se juega nuestro misterio.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/no-hay-atomos-sueltos-en-la-familia-humana-nid22102023/

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