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La habitación sin techo

Atribuida a George Bernard Shaw (aunque ni mi memoria es tan buena ni la encontré en los diccionarios de citas más confiables), me encanta esta frase: “No dejamos de jugar cuando envejecemos, s...

Atribuida a George Bernard Shaw (aunque ni mi memoria es tan buena ni la encontré en los diccionarios de citas más confiables), me encanta esta frase: “No dejamos de jugar cuando envejecemos, sino que envejecemos cuando dejamos de jugar”. Picasso aseguraba que le había llevado “cuatro años pintar como Rafael, pero una vida entera pintar como un chico”. Podría seguir dos horas con pronunciamientos de esta naturaleza.

De algún modo, la niñez es algo que a la vez se termina –debe terminarse, es su sino– y no obstante necesitamos preservar. En un rincón del corazón, para seguir con las frases. Está mal ser pueril (puer significaba niño en latín), pero es menester conectarnos con nuestro niño interior cada tanto. No nos dicen con qué frecuencia. ¿Una vez a la semana, una vez al mes? ¿Cuál niño, además? El que fuimos, casi seguramente. Pero no me explico por qué las niñeces, al revés que la adultez, deberían ser todas iguales. No lo son.

Cuando nos mudamos al enorme caserón de Barracas, en 1968, mi madre nos reservó a mi hermano y a mí dos cuartos. Uno era el dormitorio. Nos impuso, en una de sus muchas decisiones sabias, que compartiéramos todo; especialmente, las largas charlas de trasnoche que ella sabía que llegarían más adelante, con la turbulenta adolescencia. Acertó.

El otro ambiente, que era el más grande de la casa y daba al patio antiguo cubierto por la parra de uvas criollas y un jazmín del país, quedó bautizado como el cuarto de juegos, y ahí podíamos, se suponía, hacer lo que quisiéramos. Hasta que un día mamá me encontró dibujando con crayones los controles de una nave espacial imaginaria en una de las altísimas y pesadas puertas que daban al patio. Luego de escuchar atentamente mi descargo, sentenció:

–Muy bien, pero solo pueden dibujar las puertas en el cuarto de juegos.

¿Las paredes también? Las paredes también. Como éramos chicos, muy pronto estábamos viajando a través del universo, cada uno en su consola de control (los paños de vidrio como escotillas), en aventuras imaginarias que todavía puedo rememorar. Con el tiempo, los dinosaurios y varios héroes de historieta fueron cubriendo las paredes de la habitación, reemplazas más tarde por bocetos artísticos y alguna que otra frase que nos había gustado.

El resto de la casa quedó intocada, y nuestros compañeros de la escuela consideraban que vivíamos en el paraíso, porque nos dejaban dibujar puertas y paredes. No creo que hayamos sido una buena influencia. Pero el cuarto en sí se fue transformando en una metáfora, en una lección y en la materialización de lo que perdemos al crecer. Nos quedamos sin un lugar en el que es posible jugar sin regulaciones.

Muchos años después, cuando compré esa casa y llegó el momento de restaurarla, documenté minuciosamente cada pared y cada puerta. No eran solo fotos de la infancia ida, cuyos trazos se habían desgastado con las décadas. Más bien, sentí que aquella decisión de mamá, la de concedernos un lugar en el que podíamos ser todo lo salvajemente expresivos que se nos diera la gana, me había permitido preservar en mi interior un lugar sin límites.

Ese cuarto me encontró escribiendo mis primeras historias en los cuadernos que sustraía del bazar de mi abuelo Torres, a los 10 años, y pasé de viajar en la nave imaginaria a fundar mi universo y poblarlo de personajes. Tuve un día mi propio escritorio y rumié durante años un plan de vida, hasta que todos los planes se hicieron pedazos, y si algo me ayudó a reencontrar el rumbo fue ese cuarto sin techo en el que con mi hermano viajábamos hasta el infinito y más allá. Escribí entonces mi primera novela, de la que no me enorgullezco y que no publicaría, pero que, en medio de esas paredes llenas de dibujos infantiles, fue mi escalera para volver a recuperar ese buen espacio de cielo que Proust recomendaba nunca perder. Gracias, mami.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/la-habitacion-sin-techo-nid20092023/

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