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Juan Villoro: “No es fácil estar con un padre que necesariamente quiere estar en otro sitio”

MADRID.- Los habitantes de Castilla y León estaban desesperados. Durante más de cien días no cayó ni una sola gota de agua en el ancho territorio. Juan Villoro (México, 1956) viajó a Segovia ...

MADRID.- Los habitantes de Castilla y León estaban desesperados. Durante más de cien días no cayó ni una sola gota de agua en el ancho territorio. Juan Villoro (México, 1956) viajó a Segovia para presentar su obra de teatro Conferencia sobre la lluvia, y, con el estreno, llegó la añorada tormenta. Madrid también atravesaba una profunda sequía, hasta que el narrador pisó la capital española. Villoro hace magia. Hamelin de la prosa y de la oratoria, encanta con la sabiduría de quien tiene una sólida formación académica y también horas y horas de cultivo popular en un estadio de fútbol.

Hablar con él e intentar reproducir en una entrevista su candencia, su tono, las pausas y su dicción resulta imposible. En cada incursión hay una reflexión brillante, salpicada con humor, construida con una economía retórica que rebasa en imágenes, que es avara en muletillas. Villoro conversa frente a un café en una mesita ubicada en un boulevard bajo un techo que lo protege de la garúa. Tiene la elegancia de quien puede defender una idea sin alzar la voz, la escucha atenta de quien comprende que una palabra es un dardo y una caricia. La escucha atenta de su padre.

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“Los intelectuales no deberían tener hijos”, es el látigo con el que comienza La figura del mundo (Random House). A partir de esta sentencia, pronunciada por una amiga suya en apuros, Villoro desmantela la afirmación para estudiarla y se sumerge en el íntimo vínculo con su padre, el filósofo Luis Villoro, una biografía sin pudor ni exhibicionismo, sin edulcorante ni revancha.

La paternidad también aparece en Materia dispuesta, una novela sobre la masculinidad publicada hace 25 años que el autor ha decidido pulir y reeditar a través de Almadía. En ambos textos indaga sobre una época, sobre la idea de paternidad y sus intersecciones y paralelos con el concepto de patria. Cronista virtuoso y dramaturgo prolífico, Villoro compone a sus criaturas con detalle y también con la perspectiva de la trascendencia. Su obra La desobediencia de Marte, con Osmar Núñez y Lautaro Delgado Tymruk, dirigidos por Marcelo Lombardero, se presenta en el porteño Centro Cultural de la Ciencia. Allí recrea el vínculo entre Tycho Brahe y Johannes Kepler.

–¿Por qué algunos afirman que los intelectuales no deberían tener hijos?

–Uno tal vez piensa que los intelectuales, un segmento culto, enterado y responsable, ejercerían una mejor paternidad o maternidad que otros y no necesariamente es así, porque muchos viven en su propia órbita, encerrados en sí mismos. El desarrollo de una profesión de este tipo requiere de una gran obsesión egoísta, lejos del contacto con los demás. No es fácil estar con un padre que necesariamente quiere estar en otro sitio. En los años 60, los padres descubrieron formas un tanto alocadas de transformarse a sí mismos. No era fácil tener mamás y papás a gogó que estaban probando intoxicaciones y experiencias, sexo libre. En mi experiencia, a lo largo de mi generación, los hijos de los intelectuales sufrieron mucho.

–Ser padre es complejo, pero tampoco es sencillo ser hijo.

–Así es. Dice Michel Tournier, con respecto a Klaus Mann, el hijo de Thomas Mann, que existe “la dificultad de ser hijo” y, sobre todo, de ser hijo de una figura admirada a la distancia, porque puede impedir muchas veces el desarrollo de un hijo en la cercanía. Mi padre hizo su tarea lo mejor que pudo, pero los hijos de intelectuales, que crecen en familias con libros, con sensibilidad, con educación, también son arrastrados a las neurosis de quien no vive en contacto con la realidad. Me planteo el déficit de realidad que tiene la gente que se dedica al pensamiento. Cuando eres niño lo que quieres es tener un padre que te lleve al fútbol, que te compre un helado y no que te explique el sentido de la vida.

Cuando descubrió que el fútbol me encantaba, me llevó todos los domingos. Con eso resolvió la paternidad

–Destaca la idea de aquel que está en otra órbita. Allí hay una soledad muy extrema.

–Mi padre fue un hombre profundamente racional que se dedicó a las ideas más que a las emociones. Creció en soledad desde niño, perdió a su padre en Barcelona, su ciudad natal, fue formado en internados de jesuitas en Bélgica. Estuvo acostumbrado al aislamiento desde pequeño y se ajustó a esta circunstancia. Fue un muy buen alumno y aprendió a reaccionar y a estudiar en soledad, algo esencial para un filósofo. No hay nada más productivo para alguien que se dedica al pensamiento que estar a solas.

–¿La escritura lo acercó a su padre?

–La escritura para mí siempre ha sido una voluntad de vencer ese aislamiento de mi padre y el que pueda yo tener con los demás. Dentro de los muchos caminos que he emprendido, la escritura me permitió acercarme a él por esta vía cancelada, la de los sentimientos.

–”Cada hijo tiene un padre distinto”, escribe. ¿Leyeron sus hermanos este libro?

–No aún. Pues acaba de salir.

–En Buenos Aires se representó Filosofía de vida, con Alfredo Alcón, Rodolfo Bebán y Claudia Lapacó, dirigidos por Javier Daulte, una pieza sobre el encuentro entre dos filósofos brillantes. ¿Se inspiró en su padre? ¿Él lo advirtió?

–Él tenía un desprendimiento muy grande respecto a la palabra escrita. Pensaba que eso era una construcción ficticia. Vio la versión de México y yo tenía mucho miedo de que le pareciera una burla espantosa de su mundo, porque es una muy irónica comedia de la conciencia y de la neurosis intelectual. Nos sorprendió que reía con tal fuerza que tuvo que sacar un pañuelo y ponérselo en la boca. Se convirtió en testigo de algo que le resultaba totalmente ajeno.

“¿Es posible recuperar a alguien que dijo tan poco de sí mismo?”, reza La figura del mundo, una carta al padre, pero antikafkiana, la reflexión del hijo de un intelectual que también ha forjado una carrera como intelectual. “Luis Villoro Toranzo nació en Barcelona el 3 de noviembre de 1922, año de la publicación del Ulises de James Joyce, Trilce de César Vallejo y La tierra baldía de T. S. Eliot. La persona que me hablaba de antiguas civilizaciones llegó al mundo cuando la literatura mostraba su cara más moderna”, escribe el ganador del Premio Herralde.

Luis Villoro participó en la fundación de partidos políticos, fue parte del movimiento estudiantil de 1968 en México, tuvo vedada la entrada a los Estados Unidos por haber apoyado a Cuba, y en sus últimos años de vida se acercó a la causa zapatista. Escribió Los grandes momentos del indigenismo (1950), sobre los principales intérpretes y antropólogos del Nuevo Mundo. Luego él se convertiría en uno de ellos. “Era filósofo de tiempo completo –cuenta Juan–. Eso suena admirable, y lo es, pero también puede ser incómodo, porque la realidad no siempre es un ensayo que debes descifrar. La realidad requiere instrucciones de uso, sobre todo para un niño. Cuando le pedía consejo me decía: ‘Debes descifrarlo por tu mismo’. Yo no quería ser Juan Jacobo Rousseau”.

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–¿Era así en todos los ámbitos? ¿Cómo era su padre en otros contextos, por ejemplo, en su vínculo con los zapatistas?

–El subcomandante Marcos, que ahora se llama Galeano me dijo: “Tu padre nunca nos dijo qué hacer. Eso es lo que más valorábamos de él. Él venía a escuchar. Cuando le pedíamos consejo, lo daba, pero nunca quiso establecer una línea política”. Fue un trabajo de acompañamiento, tratando de articular una sabiduría que viene desde el Popol Vuh, el libro sagrado de los mayas, hasta nuestros días con concepto complejos, como el de autonomía.

–La figura del mundo es un libro sobre su padre… dedicado a su madre.

–Mi padre creció sin familia, sin lazos emocionales fuertes, por lo tanto, le costaba un enorme trabajo expresar reacciones afectivas que, en cambio, para mi madre eran no solamente habituales, sino dramáticamente necesarias. A mitad de la escritura de este libro advertí que, al escribir sobre mi padre, en cierta forma, estaba escribiendo sobre mi madre: lo que determinaba mi mirada sobre él era la de ella. Se divorciaron cuando yo tenía 9 años. Mi padre se fue de la casa y ella podría haber acudido al clásico expediente del rencor, de la venganza para hablarnos mal de él, pero prefirió construir una imagen positiva del padre. Él era muy refractario a los afectos. Lo había sido con ella y lo era con nosotros, siendo una persona muy responsable, muy cordial, pero que no daba un beso, no te acariciaba. Explorar literariamente la realidad te lleva a un proceso de autodescubrimiento. Con cada texto sale algo de ti que ignoras. Entendí que la forma que tenía de ver a mi padre estaba totalmente tamizada por lo que mi madre nos había inculcado de él. La poesía amorosa y el bolero están llenos de canciones sobre la separación amorosa, sobre la ruptura, sobre la pérdida. Pero no hay muchas expresiones que hablen de la posteridad del amor, de sobrellevar una relación. Mi madre construyó una historia de amor en ausencia.

–¿Como es crecer con una madre psiconanalista?

–Ella es una mujer extraordinariamente sensible, con pasiones volcánicas y que, además, ejerce el psicoanálisis. Uno debe entender que una psicoanalista no siempre tiene la razón cuando pone en juego sus propios afectos. Es como un ladrón que quiere robar su propia casa: no siempre le sale, porque comete los errores de quien tiene un compromiso emocional con alguien o algo.

–Un modo clave para vincularse con su padre fue el fútbol, un ámbito alejado del pensamiento racional.

–Mi padre decidió llevarme al fútbol por una razón pragmática, lógica: necesitaba un entretenimiento para ocuparse de mí los domingos, que era el día en que yo lo veía. Fuimos al zoológico un par de veces, pero eso no te puede mantener entretenido todo el tiempo. Nos gustaba mucho el cine, pero no siempre había películas para niños en la cartelera. Cuando descubrió que el fútbol me encantaba, me llevó todos los domingos. Con eso resolvió la paternidad. El lugar donde vi a mi padre más tiempo en toda mi infancia y mi adolescencia fue en un estadio de fútbol. Con el tiempo entendí que él no había ido al estadio por ser hincha, sino por ser padre. Yo tenía una gran memoria para los datos, como cualquier fanático que recita alineaciones, resultados, reproduce jugadas. Una especie de erudición y como no había mostrado ninguna virtud en la escuela, el hecho de que yo memorizara tantas cosas relacionadas con el fútbol le parecía que eso me podía llevar tal vez a una vocación científica.

–Su padre, nacido en Barcelona, fanático del Barça, ¿vio jugar a Lionel Messi en el estadio?

–¡Claro! Y estuvimos en el Estadio Azteca cuando el famoso partido de Diego Maradona contra Inglaterra, el de La mano de Dios. Mi padre era un buen aficionado, pero no era un fanático, es imposible competir con la pasión argentina. En México no decimos “soy del Necaxa”, sino “Le voy al Necaxa”. Es decir, tenemos una prudente distancia.

Hay una dosis excesiva de responsabilizar a los padres. Puedes hacer todos los esfuerzos del mundo y no garantiza los resultados que tú quieres.

–¿Cómo se comporta un filósofo, un ser racional como su padre, en un estadio?

–Se disgustaba con los abucheos a los contrarios. Pensaba que sin los oponentes el juego no sería posible. “¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos rivales?”, decía en la tribuna y conminaba al público a que aplaudiera a los rivales. La gente lo hacía porque pensaba que era un peligroso perturbado mental. Ciertos disparates o despistes del filósofo tienen con esas ideas muy elevadas un efecto de comicidad.

–En Materia dispuesta aparece un padre absolutamente opuesto al suyo.

–Es una novela de educación en un país que no tiene nada que enseñar, un país donde los valores son confusos y muchas veces reprobables. Es una novela sobre cómo se te inculca la idea del heroísmo y el sacrificio en la infancia. La idea de la masculinidad es la idea de un hombre que conquista a mil mujeres y se desentiende de la suya.

–A través del padre del protagonista de Materia dispuesta se puede reflexionar sobre el concepto de patria.

–Sí. El padre representa la figura caudillista y patriarcal. En el lapso en el que narra la vida de Mauricio Guardiola, de 1968 a 1985, México es un país de partido único donde nada parece transformarse, donde todo está estable y nada cambia, donde se anuncia un futuro que nunca llega, bajo el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI); su nombre es un absurdo, la revolución como institución, es un oxímoron.

–Si en La figura del mundo el narrador (usted) busca acercarse a su padre; el protagonista de Materia dispuesta quiere alejarse del suyo.

–Es un chico sensible. Un testigo de los hechos, más que un protagonista; en cambio, el padre es un carismático, emprendedor, un triunfador, un hombre de éxito. El chico lo admira, pero no quiere ser como él. Es una novela sobre México, donde la madre o la figura de la madre, ante este tipo de padre, emerge. En El laberinto de la soledad Octavio Paz, al definir a la madre mexicana, utiliza una expresión única:”Inmóvil sol secreto”. La madre está detenida en la casa, casi siempre en la cocina, junto al fogón inmóvil. Al mismo tiempo, es un sol que irradia una fuerza de gravedad en torno a la cual todo gira, pero ese sol es secreto, la gente no siente que está girando en torno a ella; es ella la que conduce las relaciones.

–Hablando de vínculos complejos, ¿vio Succession, la serie de HBO?

–Sólo el primer capítulo, todos me parecieron espantosamente desagradables y quizá por una debilidad de espectador necesito cierto margen de identificación con los personajes. Creo que forma parte de una nueva tendencia donde el espectador no desea que a nadie le vaya bien. Sé que es muy buena serie.

–Le preguntaba porque un personaje le dice a su hermano: “Si mi padre hubiese hecho terapia, yo hoy no tendría que hacerla”.

–Puede ser. También hay una dosis que creo excesiva de responsabilizar a los padres. Eso ha estado muy de moda. Lo puedo decir también ahora que soy padre. Puedes hacer todos los esfuerzos del mundo y no garantiza los resultados que tú quieres. Es una dialéctica muy interesante, la de los padres y los hijos: en ocasiones el mejor padre y el mejor hijo resultan en una combinación que causa un cortocircuito siniestro.

Recuerdos del Barça y el fútbol como encuentro

Para Villoro, toda su escritura es «una permanente carta» a su papá. La figura del mundo no está aún en las librerías argentinas –llegará el 1° de julio y el escritor viajará a presentarlo el 6 de ese mes en Librería del Fondo, Palermo–, pero se consiguen muchos de los títulos de uno de los mexicanos más leído en el país, cuya conocida pasión por el Barça comenzó con un llavero que le regaló su padre, nacido en Barcelona.

Luis Villoro falleció en 2014. Días después, Juan recibió un mail del Barcelona FC, donde le daban el pésame. “Recordé una frase de Samuel Beckett: «No hay partido de vuelta entre el hombre y su destino»”. Fue en ese momento donde el escritor lloró como no había podido hacerlo en la funeraria. Décadas después, el autor esgrime otra lección que su silencioso padre buscaba inculcarle a través de la pasión por los partidos en vivo: “Mi padre no me habló el fatalismo de la condición trágica del ser, pero me llevó a los principales escenarios de la derrota: los estadios de fútbol”.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/juan-villoro-no-es-facil-estar-con-un-padre-que-necesariamente-quiere-estar-en-otro-sitio-nid22062023/

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