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Gritar es de perdedores

Tal vez deberíamos preguntarnos qué va a prevalecer en esta etapa de la civilización. Entre otras cosas porque las siguientes etapas dependen de lo que ocurra en esta. ¿Prevalecerá la fuerza ...

Tal vez deberíamos preguntarnos qué va a prevalecer en esta etapa de la civilización. Entre otras cosas porque las siguientes etapas dependen de lo que ocurra en esta. ¿Prevalecerá la fuerza bruta, la prepotencia y el exabrupto, o, por el contrario, optaremos por la inteligencia, el ingenio y la sutileza?

La sensación –díganme si no– es que la violencia gana. Aunque más no sea porque atropella y abruma al reflexivo, al que se toma un momento para decidir. Así, el que usa la cabeza parece débil, y el otro, el que se arroja rugiendo a las llamas, ofrece el aspecto de un Leónidas moderno. Una pobre lectura de la historia. La Batalla de las Termópilas sigue usándose como ejemplo de resistencia hasta el último hombre; los griegos sabían qué destino los aguardaba, y no hubo ni un gramo de arrogancia en esa decisión. También sigue siendo ejemplo de cómo aprovechar el terreno de forma inteligente. Y, además, ganó Jerjes, no Leónidas. Con todo, Termópilas fue una victoria del ingenio, el conocimiento, la sutileza y el desapego del soldado que da su vida por la patria. Ni Hollywood pudo mancharla de exitismo.

De Troya hasta el Día D, pasando por supuesto por Sun Tzu, la lección es siempre la misma. Los humanos conseguimos nuestras grandes victorias con inteligencia, sutileza y sacrificio. La prepotencia, que se ha puesto de moda y detona ante el estímulo más insignificante –a veces con consecuencias trágicas–, es un rasgo recesivo, un defecto que caracteriza al perdedor. Una rémora de nuestro pasado animal que solo sirve durante un rato; el arrojo imprudente, pura voluntad de poder, a veces gana una batalla, pero siempre pierde la guerra. No abundaré; la historia está llena de obtusos con poder que terminaron vencidos tras alcanzar un apogeo de arrogancia violenta. No pocas veces con un costo social escalofriante.

La cuestión es, sin embargo, qué hace cada uno en su vida personal con esas pulsiones bestiales que se han instalado entre nosotros. Enojarse cada tanto es comprensible, concedido. ¿Pero quién es nuestro héroe hoy? Alguna vez creímos en Odiseo, llamado “el astuto” (métis, en griego). Incluso Heracles, que era puro músculo e instinto, salió de más de un aprieto gracias a su sagacidad; pero terminó cayendo en la trampa solapada y sórdida del centauro agonizante. ¿Quién es nuestro ejemplo ahora, cuando hemos naturalizado que la gente se mate a golpes y hay más superhéroes disfrazados que héroes de carne y hueso?

Voy a esto: ¿estamos pensando? ¿O ya no podemos darnos ese lujo? Está lejos de ser un asunto local; por todas partes suena el runrún de las deudas de la democracia. Obvio. El déspota pone a la democracia en el banquillo de los acusados porque en ese ecosistema es menester escuchar, negociar, ceder, pensar y repensar. ¿Ahora, en nuestras propias vidas, estamos pensando o resolvemos nuestros problemas cotidianos con dos sopapos y cuatro gritos? ¿Practicamos también nosotros el dospatadismo que acuñó Ignacio Camacho, citado hace unos días por Jorge Fernández Díaz?

A lo mejor me equivoco, pero creo que el clima de una época es nuestra responsabilidad. Quiero decir: es una responsabilidad individual. Si cada uno de nosotros privilegia el diálogo, la verdad honesta (aunque ninguna verdad pueda ser toda la verdad), la inteligencia y, llegado el caso, la astucia y el ingenio, a lo mejor no sería tan normal discutir a los gritos, descalificar, irse a las manos y, en la cumbre de la insania, asesinarnos a puñetazos.

Una historia de mi padre, que me enseñó con ejemplos el valor de la no violencia. Una vez, cuando ya era un hombre mayor, un colectivero que tenía atrás lo acribilló a bocinazos una milésima de segundo después de que el semáforo se pusiera verde. Mi padre encendió entonces las balizas, se bajó, abrió el capó, miró y, al final, le hizo señas al desquiciado de que su auto se había quedado, irremediablemente. El chofer perdió así otros cinco minutos maniobrando para sortear el auto de mi padre, que luego de eso cerró el capó, arrancó y siguió su camino tarareando alguna canción de las de antes. De cuando todavía podíamos pensar.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/gritar-es-de-perdedores-nid13092023/

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