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Estado y mercado, con intereses no alineados

La etapa dorada de la globalización consagró una sinergia sin precedente entre el interés de las grandes potencias de Occidente, lideradas por Estados Unidos, y un sector privado ávido por expa...

La etapa dorada de la globalización consagró una sinergia sin precedente entre el interés de las grandes potencias de Occidente, lideradas por Estados Unidos, y un sector privado ávido por expandirse hacia los mercados emergentes para mejorar su competitividad y seducir a miles de millones de nuevos consumidores que, gracias a la rápida industrialización y la mejora de sus ingresos, podían aspirar al sueño de la movilidad social ascendente. Así, mientras avanzaba el libre comercio y hasta era posible conformar la Organización Mundial del Comercio (la pata trunca hasta comienzos de los 90 de las tres instituciones pilares del nuevo orden económico surgido de la Segunda Guerra Mundial en la localidad de Bretton Woods, en New Hampshire, junto con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial), las grandes corporaciones industriales e incluso las de servicios fueron protagonistas y depositarias privilegiadas de un crecimiento económico que, con el colapso de la Unión Soviética, parecía no tener límites.

Como suele ocurrir, la realidad resultó muchísimo más compleja, no lineal, volátil y ambigua de lo que suponían los ideólogos y entusiastas de ese nuevo paradigma. Los avances alcanzados fueron extraordinarios en muchas dimensiones y el mundo se ha transformado incluso por encima de lo que fantaseaban los más fogosos defensores de la globalización, sobre todo gracias a la revolución tecnológica. Sin embargo, algunas decepciones y desafíos no previstos complicaron gradualmente el panorama. En particular, en relación con las consecuencias políticas del progreso económico: lejos de conformarse un entorno propicio para la democratización y el avance del Estado de Derecho, el crecimiento económico, fundamentalmente en China y en otras sociedades autocráticas, en especial de Medio Oriente, terminaron reforzando a las elites locales que posibilitaron y administraron semejante cambio civilizatorio. Peor aún, en los últimos tiempos, sobre todo a partir y en virtud del shock negativo generado por la Gran Recesión de 2008-9, el cambio de foco de las potencias occidentales hacia cuestiones de política doméstica dejó un enorme vacío que fue aprovechado, con inteligencia y sigilo, por una China que asumió un protagonismo creciente en materia diplomática, de asistencia al desarrollo y militar.

Quedó de este modo trastocada la visión entre utópica y romántica de las supuestas ventajas de la expansión globalizadora: a fin de cuentas, los principales beneficiarios fueron China y otros lejanos países emergentes, hacia donde se trasladaron no solo multimillonarias inversiones, sino también legendarias plantas industriales que habían dado vida e identidad a la vieja clase trabajadora y a sus comunidades. Así, a pesar de que en la enorme mayoría de los casos la pérdida de empleos fue compensada con la creación de nuevos puestos de trabajo en el sector de servicios, se produjo una disrupción tan traumática que dio lugar a un fuertísimo sentimiento de decaimiento y debilidad en un enorme sector de la población. Este fue el caldo de cultivo para el entorno de ideas y sentimientos que explican los fenómenos Brexit y Donald Trump y un notable sentimiento antielite que alimentó el (re)surgimiento del populismo (de izquierda y de derecha) en el corazón de las democracias más consolidadas.

En paralelo, la identificación de China como una amenaza certera e inminente a la hegemonía de EE.UU. se ha consolidado en los últimos años, constituyendo una interesante e inusual continuidad en términos estratégicos entre la anterior administración republicana y la actual, liderada por Joe Biden. Cuestiones controversiales como la tecnología 5G o el financiamiento de obras de infraestructura abonan la percepción de que el espacio dejado por Europa y EE.UU., obsesionados a partir del ataque a las Torres Gemelas por la inestabilidad en Medio Oriente, primero, y, más recientemente, por la invasión de Rusia a Ucrania, pavimentó el camino para que China avanzara sin escollos. Esto se materializa en múltiples gestiones, acciones y declaraciones de altos funcionarios de la UE y de EE.UU. que intentan evitar mayor presencia china en diversos asuntos considerados estratégicos, como la Hidrovía o el litio, al tiempo que enfatizan las pérdidas generadas, por ejemplo, por la pesca ilegal en el Atlántico Sur.

Lo que llama ahora la atención es la aparición de un nuevo frente de fricción que pocos esperaban. A contramano de la política, el sector privado de EE.UU. considera que el crecimiento a futuro depende de la existencia y aun la profundización de los vínculos colaborativos con China. Por ejemplo, Tim Cook, CEO de Apple, y Warren Buffet destacaron la importancia de este lazo. Elon Musk viajó a Pekín para consolidar su posición de liderazgo en el mercado automotor. Y el poderoso Jamie Dimon, CEO de JP Morgan Chase, el banco más grande de EE.UU., que algunos imaginan como potencial candidato a la Casa Blanca, ratificó la necesidad de solucionar las controversias y retomar la senda de la cooperación con China. La tensión entre la política y el mercado pone en tela de juicio la posibilidad de generar una coordinación real y efectiva en áreas críticas y muy relevantes para el futuro, como es el caso de la inteligencia artificial. Los avances en los últimos meses de esta tecnología fueron exponenciales, y numerosos referentes del mercado, incluida gente muy sensata y conocedora, como el historiador israelí Yuval Noah Harari, advierten sobre la necesidad de generar regulaciones ante el riesgo incluso de extinción de la raza humana.

Guibert Engelbienne, uno de los fundadores del unicornio argentino Globant, llamó a la reflexión: “Supongamos que en Occidente pausamos la inteligencia artificial… ¿China también lo va a hacer?”. Más: si China continuase, ¿lo haría solo para consolidar su posición en el mercado o buscaría sacar ventajas en términos estratégicos y militares? La incertidumbre continúa dominando el panorama. Las consecuencias de esta puja de intereses contrapuestos entre Estado y mercado son muy difíciles de predecir. Mientras algunos tratan de aprovechar el reshoring, nearshoring y friendshoring, incluyendo algunas empresas chinas que se están instalando en México, seguramente no habrá un ganador nato. Lo cierto es que estamos ante una nueva grieta entre quienes pretenden continuar la lógica de la globalización y quienes, con una visión neorrealista, priorizan los intereses estratégicos de las potencias occidentales.

¿Está acaso la Argentina aprovechando el contexto electoral para debatir estas cuestiones de fondo? Todo lo contrario: continúa anclada en pelear con el pasado. El 25 de mayo, Cristina Fernández ratificó su papel de heredera de la restauración populista iniciada hace dos décadas por su difunto marido con el argumento, claramente falso, de que las reformas promercado implementadas en la década de 1990 (y que ambos habían respaldado enfáticamente) implicaron el desguace del aparato del Estado. En verdad, lo que hubo fue una profunda reforma y refuncionalización del Estado en el marco del más nítido esfuerzo de modernización y apertura que el país haya hecho desde la crisis de 1930. ¿Cuándo se constituyó acaso la AFIP y se fortalecieron sus capacidades humanas, técnicas y administrativas? ¿Hay algo más importante para un Estado que su efectiva facultad para recaudar impuestos? Siempre puede haber tensiones entre lo público y lo privado, pero presentarlo como un “juego de suma cero”, donde uno gana y el otro pierde, constituye una visión anacrónica y totalmente equivocada.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/estado-y-mercado-con-intereses-no-alineados-nid02062023/

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