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Estado del arte. ¿Dónde quedaron las vanguardias en un tiempo sin utopías?

Al colocar la palabra “vanguardia” en el buscador de YouTube, lo primero que viene al inabarcable archivo digital es un video promocional de una marca japonesa de autos. “Esto es lo que somos...

Al colocar la palabra “vanguardia” en el buscador de YouTube, lo primero que viene al inabarcable archivo digital es un video promocional de una marca japonesa de autos. “Esto es lo que somos: diseño de vanguardia”, se lee sobreimpreso durante la intro con música electrónica posindustrial y una mujer al volante. Luego sabemos que ella se llama Priscilla Williams y que, según el infomercial, es experta en la relación entre máquina y usuario. De su voz, doblada en un acento neutro de Latinoamérica, escuchamos una posible definición de lo que es vanguardia (o al menos lo que con ese nombre propone ver el algoritmo). Dice Priscilla, al comando del alta gama: “El verdadero diseño de vanguardia debe ser un concepto holístico que quite el aliento al ver pero además aumente la capacidad humana”. La idea de “vanguardia” refiere, aquí, a la promoción de lo nuevo y hi-tech en la misma forma en que la palabra “moderno” escapó de su contexto (la modernidad) para representar todo lo que es contemporáneo. En términos estrictos, un diseño de vanguardia debería ser algo bastante antiguo ubicado entre la imaginería futurista (1910), el arte-total de la escuela Bauhaus (1919) y la irrupción del surrealismo (1924). Pero ¿lo es?

El medio, ya no solo es el mensaje, sino que la plataforma también, puede ser el artista, la estrella

Así pensado aparece como un oxímoron en loop: se vende como vanguardia lo nuevo apelando a un momento muy determinado y viejo de la cultura occidental ubicado en las primeras décadas del siglo XX. Quitar el aliento y aumentar la capacidad humana, como pide la diseñadora de Nissan, vendrían a ser atributos de algo “vanguardista” en 2023. No quedan dudas de que el diseño busca emular el tecnoambiente en el que estamos inmersos (el pleno presente como único futuro), pero el envase es demasiado corporativo para autopercibirse vanguardista en el sentido con el que la marca desea impactar. Lo diferente, lo inaudito, lo que acaso habría que preguntarse si no es una experiencia de vanguardia es la forma en que consumimos el infomercial. El medio: instantáneo, colectivo, omnipresente, inabarcable. YouTube, eso. Sucede que procedimientos muy complejos de la tecnocultura, como este, pasan ya tan desapercibidos como respirar. Nadie que realice una búsqueda en YouTube podría calificarse de vanguardista, pero en ese acto las visiones del media-gurú Marshall McLuhan en los años sesenta fueron largamente sobrepasadas. El medio, ya no solo es el mensaje, sino que la plataforma también, puede ser el artista, la estrella.

Tanto es así que el crítico cultural y novelista Jorge Carrión (Tarragona, 1976) decidió en su última novela compartir el crédito autoral no solo con el Taller Estampa, un grupo de programadores que opera desde Barcelona, sino con los software GPT-2 y 3 desarrollados por Open AI (Inteligencia Artificial) en 2022. Su libro Los campos electromagnéticos, editado este año, corre el riesgo de ser antiguo en apenas unos meses. Si Carrión hubiera emprendido el experimento este año (para publicar en 2024) sin dudas hubiera acudido al Taller Estampa para que trabaje con el chat GP4.

La palabra ‘surrealista’ (por moderno y vanguardista) se incorporó como adjetivo de la lengua popular para designar las situaciones absurdas que escapan al control de la vigilancia cotidiana

Este crítico, que ausculta tecnología y cultura entreveradas, venía de escribir otra novela (Membrana) hablada por algoritmos femeninos. En una entrevista con este mismo suplemento decía, ayer nomás, 2022, que todavía faltaba un largo recorrido para que el Premio Nobel pudiera ir a parar a manos de un escritor de código fuente, así como tardó un siglo y quince años para señalar en Bob Dylan la inmensa influencia de la cultura pop anglosajona desde la posguerra. En apenas un año y tres meses esa posibilidad ya podría ser tomada en cuenta. No por un libro como el de Carrión, del que solo puede sobresalir su procedimiento, sino por la genealogía literaria en la que el catalán lo instala. Los campos electromagnéticos es su intento por reescribir Los campos magnéticos, obra inaugural del surrealismo, auxiliado por la inteligencia artificial, para ir de la escritura automática de André Breton y Philippe Soupault a la escritura automatizada en colaboración con una red de robots. Aquella experiencia de librar el inconsciente de las ataduras de la vigilia condujo, en octubre de 1924, a la firma del Manifiesto Surrealista, empujado por el anterior Dadaísmo.

Lengua popular

La palabra “surrealista” (por moderno y vanguardista) se incorporó como adjetivo de la lengua popular para designar las situaciones absurdas que escapan al control de la vigilancia cotidiana. Tampoco hay una mejor manera de definir el cine de David Lynch (quizá se lo etiqueta así para evitar un desafío hermenéutico). En los años sesenta, la psicodelia arrastró consigo remanentes de aquel manifiesto y sus insumos originales (Alicia en el país de las maravillas), y el fluido inmanente que fue de James Joyce (Ulises, 1922) a Jack Kerouac en el mundo protopop de fines de los años cuarenta y los cincuenta, terminó en las parrafadas que Dylan introdujo en canciones muy populares como “Like a Rolling Stone” (1965).

Cuando Carrión trae de regreso, con una estratégica adaptación, el nombre del libro de Breton y Soupault está queriendo decir que ese fluido terminó por derramarse en la(s) máquina(s). Y acaso ya no nos pertenezca o al menos habría que compartirlo. Su cita tiene la misión de “vanguardizar”, en el sentido que Martín Kohan le da a esa operación en su ensayo La vanguardia permanente (2021). Solo que Kohan “vanguardiza” desde hoy y hacia atrás, mientras Carrión parece estar “vanguardizando” el presente.

Ni hablemos de futuro, que ya es mucho. Si no, basta chequear la sexta temporada de Black Mirror (el signo de la distopía en el tecnoambiente), vaciada de experimentos tecno (excepto aquel que se instala entre dos astronautas de 1969) para recurrir a un dramático ajuste vía Tarantino. Cada capítulo, un género o una fábula folk y el pastiche posmoderno como bandera blanca, porque ya ni siquiera parece posible la ciencia ficción para pasado mañana que el autor Charlie Brooker formuló entre 2011 y 2016. Las ideas de J. G. Ballard (adaptado al cine en Rascacielos, Crash o La exhibición de atrocidades) disueltas en el streaming y la serie, o la forma de un tiempo en crisis, como postula el psicoanalista francés Gérard Wacjman en Las series, el mundo, la crisis, las mujeres (2019).

Pero todavía más que el fluir del inconsciente y la irrupción de lo onírico-absurdo (fuente del video-clip de los años ochenta y ahora insumo hasta de la publicidad) lo que parece diluido para siempre en la cultura es el concepto de ready made. El tipo de obra con el que Marcel Duchamp inventó la no-obra, el objeto ya hecho que el vanguardista quita de su lugar original (un urinario en una fábrica) buscando una ruptura con el sistema-arte que, sin embargo, acabó por deglutirlo. Ver esa obra, Fountain (sus réplicas, porque el original fue destruido), no es ninguna experiencia estética. Pero la idea por detrás del objeto sí es el salvoconducto de las vanguardias para un tiempo sin ninguna utopía en el horizonte (el Realismo capitalista de Mark Fisher). Más radical que Kohan, en el ensayo Lo que sobra (2023), el escritor Damián Tabarovsky perfila la fatalidad del vanguardismo siguiendo a Georges Bataille en La noción de gasto (1933). “La vanguardia, antes que obra, se vuelve interpretación. En sentido estricto no hay obras vanguardistas, hay interpretaciones vanguardistas. Lecturas vanguardistas. La vanguardia, entonces, se vuelve paradójica. Pese a ella trata siempre con el pasado”, explica.

Incorporada al consumo, el museo y la tecnocultura, la experiencia de la vanguardia en sí emerge como un geiser

Pero el ready made se escapó de ese destino de objeto inerte que necesita ser explicado por el erudito para disolverse por todas partes. Está en un hit de Madonna que parasita un comienzo de ABBA (“Hung Up”, 2009) o en el inicio del hip hop en el Bronx (cuando los afroamericanos rapearon sobre una línea de Kraftwerk antes de que pudiera sospecharse la tecnología del sample). James Brown se subió en 1982 al “Trans-Europe Express” de los alemanes y ya nunca se bajaría. Y el ready made es hoy tan omnipresente que apenas lo notamos. Un meme, por ejemplo, funciona como la jibarización tecnoplebeya de aquellas ideas que todavía hacen arquear las cejas al “enemigo del arte contemporáneo”, como describe César Aira en su conferencia “Sobre el arte contemporáneo” (2010) editada como libro con Fountain, claro, en la tapa.

Redes y memes

Hasta el miércoles la galería Roldán dispuso las obras de la colección Bruzzone que salieron a subasta esa misma noche. El conjunto es un petit museo del arte contemporáneo argentino cuyo núcleo duro está entre la segunda mitad de los años ochenta y fines de los noventa y funciona como una sala de espejos para preguntarse por el devenir de la(s) vanguardia(s) en la tecnocultura. Una foto de Marcos López muestra a un modelo con una máscara de Cavallo en la puna leyendo un diario cuyo título es “Renunció Cavallo”. Eso es hoy un meme y no se cuelga en un espacio de arte sino que circula por las redes sociales (la tumba del pop, según el ensayo de Tabarovsky). Como explica Rafael Cippolini, quien dispuso las obras en Roldán, estos artistas fueron la avanzada del Centro Cultural Rojas, un primo pobre del Di Tella para la hiperinflación: “Esa escena no hubiera existido sin el under de la primavera alfonsinista, que se alimentó de las ideas de vanguardia a través del malentendido y el reciclaje cuando las vanguardias ya no pueden ser sino un fenómeno histórico, pretérito y sobrenarrado académicamente. Estas obras exhiben sensibilidades de inspiración artesanal y amateur, y de ningún modo internacionalista. Si existió un desafío, acaso involuntario, fue precisamente a los estandarizados estertores de las vanguardias”.

Hay una obra que parece hecha para representar el dilema. Se trata de Banquito (1985), de Marcelo Pombo, un objeto tan sencillo como humilde en el que se dirimen idas y vueltas del siglo XX. Aquí también persiste la idea del ready made en el sentido de que Pombo eligió un banquito cualquiera para ser convertido en obra, aunque lo intervino citando de forma artesanal las salpicaduras legendarias de Jackson Pollock. Y ese es su plus. A la estrategia de ajedrez de Duchamp le contrapuso el gesto impulsivo, expresionista, del primer pintor estrella de Estados Unidos. Un doble ready made con atributos sensibles. Y, otra vez, un oxímoron en loop en el que se espejan los estertores vanguardistas.

Incorporada al consumo, el museo y la tecnocultura, la experiencia de la vanguardia en sí emerge como un geiser. La reciente muerte de Luis Chitarroni trajo la reedición de Peripecias del no, una novela (“escrita de espaldas al público”, había dicho el autor) en cuyo título se cifra la negación como gesto avant garde fundante. Daniel Melingo, nadando contra Piazzolla, consigue un aire de vanguardia trabajando paradojalmente sobre la vieja guardia. Y la inclasificable Obra del demonio de Diana Szeinblum (entre septiembre de 2022 y marzo de 2023) tomaba al espectador de los pelos para sacudirlo en un vértigo hipnótico que remite al Di Tella o a ese under de malentendido y reciclaje de los ochenta, solo que en un lugar institucionalizado como el Teatro Cervantes. Entonces, de nuevo el oxímoron: ¿La vanguardia solo puede ser clásica?

No pudo haber lugar más canónico que el Teatro Colón para el reciente estreno argentino de la ópera Einstein on the Beach del minimalista (y vanguardista) Philip Glass. Acaso por su asombrosa impronta audiovisual, las pantallas de la escena se replicaban en los smartphones que, de forma desembozada, se encendían en la platea para matizar las tres hora y media de duración. Tanto que un espectador respondió así ante la lógica molestia de otro que soportaba el resplandor invasivo de su aparato: “El espectáculo está diseñado para que se pueda hacer esto”.

¿Diseñado? El lenguaje cuenta la época. “Esto” es la tecnocultura (nada puede experimentarse sino se postea) donde el algoritmo de YouTube relaciona “vanguardia” con un aviso de Nissan. En Aniquilación (2022), el lúcido y caústico Michel Houellebecq describe un momento de Francia hacia 2027. “Había conseguido volver a ser el país emblemático de la gama alta, envidiada y admirada en todo el mundo, y la espoleta, contra todo pronóstico, no había prendido en el sector de la moda, sino en el del automóvil, el más simbólico de todos, fruto consumado de la unión de la industria tecnológica con la belleza”. Eso, la belleza, era lo que las vanguardias habían venido a desterrar del arte y la cultura a principios del siglo XX.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ideas/estado-del-arte-donde-quedaron-las-vanguardias-en-un-tiempo-sin-utopias-nid08072023/

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