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Ciudadanos-rehenes y un país atrapado en la cultura del “apriete”

¿Cuánto tiempo te lleva llegar de tu casa al trabajo? En muchas ciudades del mundo, la respuesta podrá incluir un nivel de exactitud y precisión que a cualquier argentino le resultaría asombro...

¿Cuánto tiempo te lleva llegar de tu casa al trabajo? En muchas ciudades del mundo, la respuesta podrá incluir un nivel de exactitud y precisión que a cualquier argentino le resultaría asombroso: “19 minutos”, puede contestar un alemán. Pero no hace falta ir tan lejos: algo parecido podría responder un habitante de Santiago de Chile o uno de Bogotá. En esos países el transporte público funciona como un reloj, las autopistas tienen un flujo previsible, los metrobuses no se bloquean y las huelgas, cuando las hay, se anuncian con anticipación y garantizan cronogramas de emergencia en los servicios considerados esenciales. La vida, en definitiva, se ajusta a pautas de funcionamiento civilizado.

Un argentino, sin embargo, no sabe si el trayecto de su casa al trabajo le llevará veinte minutos o dos horas. Lo haga en auto, en tren, en subte o en colectivo, todos los días se expone a una aventura incierta. No sabe si habrá piquetes, paros sorpresivos, suspensiones, quite de tareas o trabajo a reglamento. Y lo más probable es que ninguna de esas medidas tenga en cuenta el derecho del ciudadano, respete el espacio público o se ajuste a los límites legales de los reclamos o las huelgas. Detrás de una pregunta tan simple como cuánto tiempo le lleva a alguien llegar de su casa al trabajo se esconde, entonces, un indicador de convivencia y de respeto a las reglas en una sociedad democrática.

La incertidumbre agobia también a los pasajeros de vuelos de cabotaje. Aeroparque fue, en estos días, escenario de un calvario que se originó con un paro sorpresivo de maleteros y siguió con un festival de cancelaciones. Y en los lugares turísticos, los piquetes condicionan muchos recorridos cuando no bloquean, lisa y llanamente, la posibilidad de llegar a destino.

No se trata de una simple cuestión de puntualidad o de que los servicios funcionen con un cronómetro suizo. En la imposibilidad de saber cuánto se tarda de un lugar a otro se refleja la inestabilidad de un país donde nadie sabe qué le espera cuando sale a la calle, donde la incertidumbre se ha enquistado como un trauma cotidiano y donde el sistema no ofrece ni siquiera las garantías y certezas más elementales.

El fenómeno excede la cuestión del transporte para reflejar hasta qué punto la cultura del piquete contamina el funcionamiento de nuestra sociedad y condiciona desde la economía hasta la vida misma. Ya no es solo una práctica de las organizaciones piqueteras, sino también de los sindicatos o de cualquier organización espontánea que se forme para reclamar.

La Argentina ha naturalizado el salvajismo como estrategia de presión. Los reclamos no buscan generar adhesiones, sino heridas y traumas en el tejido social. Son metodologías que desnaturalizan las formas legítimas de demanda para atropellar al ciudadano y convertirlo en rehén. Cuanto más ruidosa, más agresiva y más audaz sea la medida de fuerza, mejor y más efectiva. En la calle y en el transporte público todo queda muy expuesto, pero es un método que se aplica en muchos otros ámbitos y que, en algunos casos, pone a pequeñas y medianas empresas a merced de un sindicalismo extorsivo que combate, con la complicidad o la indiferencia del poder, las propias fuentes de trabajo. Lo mismo ocurre, por supuesto, con servicios públicos esenciales como el de la educación. Ni siquiera parece tenerse en cuenta el “efecto búmeran”. ¿Qué vemos hoy en Jujuy, por ejemplo? El “piqueterismo” está arruinando a la industria turística en plenas vacaciones de invierno. Provoca pérdidas por 200 millones de pesos diarios, según cálculos oficiales. ¿A quiénes se perjudica? A miles de emprendedores y pequeñas comunidades que viven del turismo en la Quebrada de Humahuaca. En medio de esa escalada, una mujer murió dentro de un ómnibus que llevaba diez horas bloqueado por un piquete. Nos enteramos porque hoy hay un foco puesto sobre Jujuy, después del brutal ataque contra las instituciones de esa provincia tras una reforma constitucional. Pero el interior está infectado de protestas similares que no salen en los diarios ni en los canales de televisión.

¿Quién se enteró de un bloqueo de la ruta 7, en Uspallata, que esta semana complicó a miles de turistas que intentaban cruzar de Mendoza a Chile? El “piqueterismo” bloquea la Argentina de norte a sur, no solo en la 9 de Julio. Hay zonas de la Patagonia donde las excursiones turísticas o los ascensos a la montaña están siempre condicionados a los reportes de piquetes sorpresivos.

El reclamo, sea gremial o social, es inherente al sistema democrático, en el que siempre conviven tensiones y demandas sectoriales. El derecho a huelga es, por supuesto, uno de los pilares de nuestra Constitución. Pero como todo derecho, tiene límites y debe ser ejercido sin pisotear otros derechos y sin vulnerar las normas básicas de la convivencia social. ¿Se reconocen esos límites cuando se bloquean rutas, se deja a miles de pasajeros varados y se toman fábricas, obras, clínicas o frigoríficos? Una cosa es el reclamo y otra cosa es la extorsión. Ningún derecho admite su ejercicio abusivo según los principios básicos del ordenamiento jurídico en los que se funda el Estado de Derecho.

Tanto en el subte porteño como en el ferrocarril Sarmiento y en varias líneas de colectivos se vio, en las últimas semanas, algo que se ha hecho cada vez más frecuente: ciudadanos que son tomados como rehenes en conflictos que les son completamente ajenos. Es una práctica similar a la de un sindicalismo docente que ha naturalizado que los alumnos sean la variable de ajuste de sus reclamos y conflictos y que, con esa metodología, ha provocado un éxodo de la clase media hacia la educación privada. El Estado, que debería garantizar el cumplimiento de la norma y defender al ciudadano, se ha acostumbrado a mirar para otro lado y a convalidar el salvajismo y la extorsión, como si fueran prácticas legítimas para forzar una negociación. Muchos ministerios y juzgados de trabajo tal vez deberían revisar su denominación: ¿defienden el trabajo o fomentan el conflicto?; ¿velan por la legalidad o avalan el atropello?

Se ha consolidado una escalada contagiosa: los métodos institucionalizados por sindicalistas como Pata Medina dejaron de ser la excepción para convertirse en la regla. Es la política de la prepotencia y del “apriete”, que ha expandido el “negocio sindical” y ha enriquecido, incluso, a muchos dirigentes. Al mismo tiempo, ha debilitado a instituciones públicas y a estructuras privadas de producción y servicios.

Casos como el de la fábrica Vidal de productos lácteos, que estuvo bloqueada durante meses por delegados sindicales en su sede de Carlos Casares, no son una excepción. En la provincia de Buenos Aires se acumulan denuncias por el accionar de algunos gremios que apelan a prácticas abusivas. Tal vez habría que poner una lupa sobre lo que ocurre en el área de salud, donde hay clínicas que denuncian “aprietes” gremiales coordinados con el IOMA.

En el largo plazo, las consecuencias de esta “cultura del apriete” suelen ser invisibles. Pero ¿cuántas inversiones eligen otros países o quedan en suspenso por estas metodologías? Hace diez meses vimos cómo bloqueaban las plantas de neumáticos de la Argentina por un prolongado conflicto sindical. Es difícil medir con exactitud las secuelas de aquel proceso traumático, pero está claro que eso no pasa inadvertido para industrias como Bridgestone o Pirelli a la hora de diseñar sus planes de expansión en América Latina.

¿Cuál es el mensaje para alguien que podría invertir un capital en la zona de Carlos Casares cuando ve lo que le ha tocado atravesar a la fábrica láctea de Moctezuma, una pequeña localidad de ese distrito?

El impacto de los piquetes sobre la industria turística, como el del “apriete gremial” sobre muchos rubros de producción y servicios, se traduce en menos puestos de trabajo, menos inversión de riesgo, menos desarrollo y menos oportunidades para los jóvenes. Los métodos que toman al ciudadano como rehén o avanzan sobre los bienes públicos o avasallan la propiedad privada no solo provocan dificultades, pérdidas y trastornos: erosionan la confianza, deterioran la convivencia y acentúan la incertidumbre. Ese círculo vicioso nos impide llegar a destino, pero, sobre todo, nos impide llegar al futuro.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/ciudadanos-rehenes-y-un-pais-atrapado-en-la-cultura-del-apriete-nid19072023/

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