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Carmelo: vinos, buena mesa y atardeceres soberbios del otro lado del Río de La Plata

Hay historias que son circulares y que el tiempo se encarga de unir. No importan los años que transcurran ni las vicisitudes del destino. Todo, al fin, confluye hacia lo que estaba destinado a ser...

Hay historias que son circulares y que el tiempo se encarga de unir. No importan los años que transcurran ni las vicisitudes del destino. Todo, al fin, confluye hacia lo que estaba destinado a ser. Carmelo, pueblo fundado en 1816 por el padre de la patria charrúa, José Gervasio Artigas, siempre tuvo bajo sus pies su signo distintivo: un terroir único que reúne condiciones especiales para la producción de vinos de alta calidad.

Sin embargo, la secuencia no fue lineal. Las bodegas que nacieron a mediados del siglo XIX y principios del XX sufrieron vaivenes que casi las condenan al olvido. Hasta que se produjo un cambio de tendencia. Más precisamente en 1990, con la llegada de la familia argentina Cantón a la finca Narbona, que estaba a punto de desaparecer. Fue el inicio de un nuevo ciclo que colocó a Carmelo como el principal destino de enoturismo del Uruguay.

El renacimiento estuvo acompañado por el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INAVI), que en 1993 reconoció a esta localidad con una Indicación Geográfica Vitivinícola (IGV), por las cualidades del terruño en cuanto a la “dimensión espacial y temporal, aspectos básicos de la relación suelo-planta-clima”. Este suelo también le había llamado la atención al propio Charles Darwin (lo definió como un “complejo areno-arcilloso” que se remonta a la era del Mioceno y forma parte de la formación Camacho). Darwin estuvo en Carmelo en 1830, más específicamente en Punta Gorda, el kilómetro cero del Río de la Plata, donde confluyen los ríos Uruguay y Paraná.

Pero el padre de la teoría de le evolución de las especies no fue el primero. Mucho antes, en 1732, el aragonés Juan de Narbona desembarcó en busca de piedra caliza. Estableció una estancia, una capilla y plantó una parra que hasta hace poco se conservaba en el patio de la bodega. De Narbona terminaría abatido por bandoleros y recién en 1909 Vicente Bogliacino recuperó la estancia y fundó una de las primeras bodegas del Uruguay. Los rastros de la antigua propiedad de estos pioneros todavía se dejan entrever en las remodelaciones que impulsó la familia Cantón.

“La idea desde un principio fue que dialogara la tradición vitivinícola de la zona, pero llevándola un escalón más arriba”, dice Valeria Chiola, directora técnica de Narbona. Valeria está en su hábitat natural. Todos los días se interna entre las 50 hectáreas de vides de la finca, camina por entre las barricas, testea, anota, cuantifica. Sabe a la perfección qué sucede a cada instante. El vino es su sangre. Y no duda de que la clave de este terroir es el famoso tannat que tanto identifica a los vinos uruguayos.

Eduardo “Pacha” Cantón fue quien recogió aquella tradición para renovarla. Había llegado a Carmelo cuando, a principios de los 90, una camada de argentinos puso de moda el corto cruce en barco que separa ambos países. Entre pinares y bosques de eucaliptos que visten las costas del río, Cantón diagramó un barrio cerrado (El Faro). Fue el puntapié inicial de un verdadero ecosistema autosustentable y repleto de emprendimientos conexos, que tiene la bodega (y su coqueto lodge) como eje principal de atracción.

Un lodge con estilo

En el kilómetro 269 de la ruta 21 –que conecta Carmelo con Colonia del Sacramento–, la finca despunta en la intersección con un camino rural. Por ahí se entra al restaurante y al almacén, donde se venden todos los productos de la marca.

Detrás, tras atravesar la nutrida huerta, glorietas con enredaderas, glicinas y prolijos canteros repletos de flores, están las cinco habitaciones del lodge, que resumen el espíritu del lugar: el diálogo entre la tradición y el confort moderno. Además, el complejo incluye una pileta flanqueada por las vides y la propia bodega, que alberga otro tesoro: un alambique de cobre con el que elaboran su propia grapa-miel.

En el corazón de la finca, Valeria tiene su base de operaciones. Cuenta que, en 1970, la propiedad quedó abandonada y las vides que se habían plantado a comienzos del siglo XX se perdieron. En 1998 se replantaron viñedos. Y recién en 2010 empezaron a cerrar el círculo de producción con uva propia.

Ya se llevó a cabo la vendimia y ella está en plena degustación. Prueba, anota, mide. Es su laboratorio. “Este momento es el más lindo, el trabajo en la bodega me encanta”, reconoce. A ella, el universo Narbona la fascina. A bordo de su camioneta, nos lleva a conocer los otros proyectos de la familia Cantón.

Siempre sobre la ruta 21, llegamos a El Molino, una vieja casona colonial reciclada, a orillas del arroyo Las Víboras, que era propiedad de la finca, donde se producía cal para las construcciones y que pronto será la planta de elaboración de un gin propio. Enfrente, cruzando el arroyo, está la Residencia Narbona, una casa de alquiler premium de seis habitaciones, en un entorno repleto de árboles y prolijos parques florecidos.

Del otro lado, se encuentra el Carmelo Resort & Spa, el ex Hotel Hyatt, también propiedad de los Cantón: un hotel con 44 habitaciones de lujo, ubicado en el medio de un frondoso pinar y que incluye spa, piscina con vista al río y una vid sembrada en la arena.

Y, un poquito más allá, Puerto Camacho, un atractivo embarcadero para los residentes de El Faro, que además funciona como un polo gastronómico, con un restaurante y cervecería de producción artesanal. Desde allí, por entre lirios florecidos en el agua, parten los paseos como el “sunset cruise”, una experiencia imperdible en la que es posible ver la fisonomía particular de esta costa poblada de bosque y el atardecer sobre el Río de la Plata mientras se degustan quesos y vinos de la finca.

La producción de quesos es justamente otro de los ejes que marcan la diferencia de esta propuesta integral. Narbona tiene su propio tambo, ubicado en esta geografía tan uruguaya: amplísimas lomadas recorridas por caminos pedregosos, soja, vides y vacas. Ahí tiene su base Daniel Aguilar, el maestro quesero que también tiene a su cargo la elaboración de dulce de leche, yogures y helados. Provolone, parmesano, camembert y brie son las variedades que se elaboran bajo su supervisión.

La finca también elabora mermeladas artesanales y unos supremos higos en almíbar. Todo un ecosistema –a la usanza de los grandes châteaux franceses– que retroalimenta la propuesta central que se resume en el almacén, donde además de los vinos y quesos, se despachan aceites de oliva, galletas, miel y pastas de elaboración propia.

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CampoTinto

“Queremos hacer más amigable el tannat”, dice Juan Sobot, sommelier de la bodega CampoTinto. “Y Carmelo tiene mucho para hacer y ofrecer”, agrega, mientras ofrece una degustación maridada con quesos y frutos secos en una mesa estratégicamente ubicada entre dos hileras de vides. El sol se pone detrás de los viñedos y se encienden las guirnaldas que alumbran una vieja camioneta Chevrolet de los años 60.

Juan explica que esa filosofía es la que está detrás de esta especie de renovación que vive el vino uruguayo, en especial con el “blendeo” que busca suavizar esta uva. “Una buena combinación es con el cabernet franc”, asegura. Y no falla. Esta pequeña bodega de 13 hectáreas que produce unas 25.000 botellas al año no solo marcó tendencia con estas nuevas combinaciones, sino también con la propuesta de ampliar la experiencia enoturística. CampoTinto nació en 2013 como una idea de la familia argentina Viganó, cuyas raíces se remontan a la Toscana, y pronto sumó una posada y un restaurante con vista a los viñedos.

CampoTinto está en Colonia Estrella, a seis kilómetros del centro de Carmelo, y frente a la icónica capilla San Roque, de 1869, que se erige en la cima de una lomada. A la posada se ingresa por una arboleda de eucaliptos, un parque prolijamente decorado con agapanthus y una pileta que tiene las viñas de fondo. Es un ambiente tranquilo y acogedor, con una pequeña biblioteca nutrida con libros de ficción y también de viticultura, arquitectura e historia natural del Uruguay, que pueden disfrutarse en un relajado living. Al fondo, un restaurante que ofrece carnes de granjas locales, verduras orgánicas de la huerta y todo tipo de panes y pastas “fatti in casa”. “Queremos transmitir esta relación entre lo que hacemos, lo que somos y lo que nos rodea”, resume Veronique Castello, la anfitriona del lugar.

El Legado

Luis Marzuca compró las tierras que hoy son parte de El Legado en 1968. Plantó viñedos para hacer vinos de mesa, que vendía en Montevideo. Cuando su hijo, Bernardo, se hizo cargo de la pequeña bodega, le dio un giro: empezó a hacer vinos de calidad. Era 2011 y algo andaba en el aire por las tierras de Carmelo. De a poco, fueron creciendo en producción –hoy están en las 15.000 botellas anuales– y sumaron varietales: syrah, tannat, marselan y viognier. El nombre del proyecto calzó como anillo al dedo: son los tres hijos de Bernardo (Santiago, Federico y Juan) quienes siguen al frente –junto con su madre, María Marta Barberis– de la bodega boutique, que además tiene un restaurante y una posada de cinco habitaciones.

“Queremos que este proyecto siga siendo pequeño y familiar”, dice Santiago, mientras prepara el salón para recibir a los turistas que recorren el circuito de bodegas probando los sabores que ofrece la viticultura uruguaya. La de El Legado es una historia que resume mucho de la esencia de estas tierras. Todo tiene un aire amigable y alcanzable. Por entre las mesas circulan amigos y familiares que llevan y traen botellas de la bodega que está enfrente del restaurante, donde Santiago enseña el proceso completo. Al regresar, invita a degustar el vino directo de la barrica.

Almacén de la Capilla

Diego Vecchio y Ana Paula Cordano son la pareja al frente del Almacén de la Capilla, el proyecto que logró reinventar este negocio que fue verdaderamente pionero. La bodega Cordano fue la primera en fundarse en la zona, en 1855. “Somos la quinta generación de la familia en este lugar”, dicen con orgullo, mientras señalan la bitácora de fotografías desplegadas en una de las viejas paredes asentadas en barro, donde, además, puede encontrarse a un pequeñísimo José “Pepe” Mujica, pariente de la familia.

El almacén fue fundado en el 1900 y está ubicado en un cruce de caminos que solía funcionar como posta. Detrás, luego de atravesar una increíble parra de 130 años de uva moscatel de Hamburgo (¡riquísimas!), está la bodega, donde elaboran tannat, cabernet sauvignon, syrah, merlot, moscatel y chardonnay. Hoy, el almacén también funciona como una pulpería que ofrece degustación de vinos, y venta de productos gourmet como quesos, aceite de oliva, miel, dulce de leche, conservas y, por supuesto, vinos.

Terroir Carmelo

De esta manera, las bodegas de Carmelo fueron conformando un circuito más que interesante, que entrelaza nuevas y viejas generaciones, historias cargadas de idas y vueltas que están desembocando –casi al mismo tiempo– en un presente repleto de nuevos bríos. Todos estos elementos constituyen el ADN de un pueblo que, sin embargo, a primera vista, parece estar olvidado por el tiempo. Viejas casonas de estilo italianizante, amplias calles y veredas se entremezclan en un paisaje cansino. En el balneario Zagarzazú, los eucaliptos llegan casi hasta la orilla del río para crear el marco propicio desde donde ver uno de los mejores atardeceres.

Todo está ahí. Tal como lo vieron Juan de Narbona y el propio Darwin. En este terroir había algo especial. Solo era necesario unir los puntos en el espacio.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/revista-lugares/carmelo-vinos-buena-mesa-y-atardeceres-soberbios-del-otro-lado-del-rio-de-la-plata-nid21052023/

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