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“Yo juro como quiero”: el primer síntoma de los abusos de poder

Desde las calles o desde las pantallas, la ciudadanía asistió en los últimos días a una gran ceremonia cívica. La asunción del nuevo presidente fue el punto culminante, por supuesto, pero tam...

Desde las calles o desde las pantallas, la ciudadanía asistió en los últimos días a una gran ceremonia cívica. La asunción del nuevo presidente fue el punto culminante, por supuesto, pero también juraron diputados y senadores, además de decenas de gobernadores, centenares de intendentes y miles de concejales. Frente a ese ritual institucional, vale reparar en los detalles que, aunque puedan parecer anecdóticos y casi coloridos, marcan distintas formas de entender la representación y el compromiso con la función pública. Varias fotos de los últimos días ayudan a entender la degradación de la política: retratan una mezcla de desprecio por las normas, displicencia en el ejercicio del poder y apropiación institucional.

Es inevitable empezar el álbum de fotos con el fuck you de quien, en ese momento, era todavía vicepresidenta de la Nación. No solo es un gesto vulgar y chabacano, sino que desmerece la investidura y degrada la representación institucional. Es la actitud de alguien que no se siente obligado por el cargo que ostenta, sino que, al revés, supone que ese cargo le da derecho a hacer lo que quiera sin dar explicaciones. Expresa una idea del poder asociado a la impunidad. Muestra la incapacidad de controlar los propios impulsos, además de una naturalización de la prepotencia gestual.

La reacción se conjuga con un lenguaje corporal desplegado por la vicepresidenta durante la jura del nuevo jefe del Estado. Las manos en los bolsillos, el bamboleo displicente… todo desentonaba con la formalidad de un acto en cuya solemnidad reside nada menos que el ritual de la institucionalidad democrática. Parecen pequeñeces, pero remiten a una confusión de fondo: en lugar de amoldarse a las exigencias del acto protocolar, impone con arrogancia una gestualidad altisonante. Es la actitud de alguien que se concibe a sí mismo por encima de la institución. “Yo hago lo que quiero, para eso llegué hasta acá”.

A esa cultura tributa el espectáculo rocambolesco que se vio en la asunción de los diputados nacionales y que se reproduce, como una epidemia, en legislaturas provinciales y concejos deliberantes. Los juramentos “personalizados”, con invocaciones a “la memoria de mi vieja”, “a la Pachamama”, “a Néstor y Cristina” o “al pueblo que sufrirá la motosierra”, no son solo desviaciones grotescas del ritual institucional. Constituyen una expresa violación del reglamento de la Cámara de Diputados de la Nación, que en su artículo 10 establece taxativamente cuáles son las fórmulas para prestar el juramento de ley. ¿Se incorporan a una institución cuyas reglas desconocen? ¿O las conocen y deciden ignorarlas? En cualquiera de los dos casos, se trata de una actitud de desprecio por las normas que devalúa la institucionalidad y se lleva por delante un sistema que se sostiene, esencialmente, en un conjunto de reglas. Quebrarlas desde el primer día no parece una actitud auspiciosa frente a una sociedad que demanda apego a la norma, ejemplaridad y seriedad de todos sus representantes.

¿Qué pasa si un ciudadano decide “personalizar” su voto y añadir en la boleta una dedicatoria “a la memoria de mis padres” o una declaración de amor al candidato elegido? Nadie tendría la más mínima duda: su voto sería anulado, por el hecho sencillo e inapelable de que las formas del sufragio no pueden ser alteradas para amoldarse a los gustos, creencias u ocurrencias del votante. ¿Por qué se acepta y se naturaliza, entonces, que un representante de los ciudadanos altere las formas de su juramento constitucional? ¿Acaso porque ese representante cree que acceder a un lugar de representación lo autoriza a hacer lo que no podía hacer como ciudadano? “Hago lo que quiero, para eso me eligieron”. En esas confusiones nacen muchas de las perversidades y los desvíos que han degradado y manchado la política.

Tal vez en un escalón más abajo del de la adulteración del juramento, se ubican las escenas de legisladores que votan junto a sus familias. Puede inspirar cierta simpatía esa escenificación del amor filial, pero la asunción de responsabilidades públicas e institucionales obliga a ser muy escrupuloso en el lugar que se les asigna a los parientes. Confundir el rito institucional con una celebración familiar o con una entrega de premios también puede ser sintomático. Son comprensibles la emoción y, por supuesto, el orgullo de asumir un cargo representativo, pero eso no puede empañar el sentido de obligación, el apego a las formalidades y la austeridad gestual que demandan los ritos institucionales.

La confusión quedó oficializada en el año 2011, cuando la presidenta de la Nación, que acababa de ser reelecta, hizo que fuera su hija quien le colocara la banda frente a la Asamblea Legislativa. Si aquel apartamiento de las formas hubiera suscitado un mayor debate, tal vez nos habríamos evitado otros desapegos a las normas, por cierto mucho peores. Fue una escena reveladora, que condensaba una idea feudal del poder concebido como “empresa familiar”, como si se tratara de un bien hereditario o ganancial. ¿En cuántas provincias, municipios y sindicatos el poder “queda en familia”?

La jura “festiva” se ha convertido en una postal cada vez más frecuente en los recintos legislativos. Lo pintoresco, sin embargo, atenta contra lo formal. El pretexto de “humanizar” o “desacartonar” el poder encubre un descompromiso que puede ser peligroso. La jura no es una celebración, es un acto institucional que exige solemnidad. El sistema democrático es de algún modo un corset: impone límites, restringe el libre albedrío y somete al “representante” a las reglas de la representación. Romper ese corset es un indicio de desapego institucional, que en general marca algo más preocupante de lo que se ve a simple vista.

El asunto provocó un debate en España, donde también hizo ruido la extravagancia en algunos juramentos legislativos. Allí, sin embargo, la cuestión ha tenido otras consecuencias, porque se planteó una impugnación judicial con el argumento de que un juramento mal hecho invalida el acto de investidura. Pero fue el filósofo Fernando Savater quien observó otra cuestión de fondo: “Esas promesas estrambóticas de los nuevos parlamentarios revelan un narcisismo tan centrado en la autoafirmación que reniega de la función pública. Imposible representar la soberanía popular si no se es capaz de dejar las ganas de lucirse a un lado mientras se dicen cuatro palabras como es debido. No quieren representarnos. Son demasiado suyos”. Resulta paradójico, porque suelen ser los legisladores más inclinados a hablar del “pueblo” y de “lo colectivo” los que, sin embargo, ubican el “yo” por encima del Estado, que son la institución y la norma. Parecen herederos en miniatura de Luis XIV: “El Estado soy yo”.

Tal vez pase por esa vocación de “dar la nota”, pero al apartarse de la sobriedad que demanda el acto protocolar, muchos políticos muestran la forma en la que se relacionan con las instituciones, como si ellas se debieran adaptar a los que llegan, y no al revés. El desprecio por las formas suele ser un engranaje del desprecio por las normas y por el otro. El kirchnerismo, en ese sentido, podría decir que avisó.

En el inventario de los desatinos habría que recordar otras fotos desafortunadas que marcaron cierta liviandad en el manejo de los símbolos institucionales: un perro sentado en el sillón de Rivadavia no fue, precisamente, una ocurrencia feliz, como tampoco el uso del balcón de la Casa de Gobierno para bailar cumbia o los malabares con el bastón presidencial como si fuera un palo de escoba. Cada uno de esos símbolos representan algo fundamental: la delegación del poder ciudadano en sus representantes. Merecen, por lo tanto, el máximo respeto y un manejo circunspecto, no circense.

Habrá que reconocer que el presidente que acaba de asumir, a pesar de ser un completo outsider, y de cargar con un historial de disrupciones y extravagancias, mostró en la ceremonia de asunción un estricto ajuste al protocolo y un auspicioso respeto por los ritos y las simbologías del poder. Más allá de haber elegido la escalinata y no el recinto del Congreso para su primer discurso presidencial, si no se hubiera caído en el despropósito de que los ministros juren a puertas cerradas, se podría haber afirmado que hubo un rápido y veloz aprendizaje sobre la importancia de las formas, los símbolos y la seriedad en el ejercicio democrático del poder.

Obama, a quien nadie podría acusar de ser un líder acartonado, lo escribió en sus memorias: “Conocer las costumbres y los rituales era importante. Los símbolos y el protocolo eran importantes. El lenguaje corporal era importante”.

Habrá que recordarlo una vez más: las palabras y los gestos pueden marcar el límite entre el ejercicio y el abuso del poder. El fuck you cerró una época. Ojalá sepamos verlo como algo más que una anécdota.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/yo-juro-como-quiero-el-primer-sintoma-de-los-abusos-de-poder-nid13122023/

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